Editorial
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En el diseño del Estado de las Autonomías, las comunidades se han quedado con la gestión de dos servicios públicos esenciales: la educación y la sanidad. De hecho, constituyen la columna vertebral de su funcionamiento y el resto de las áreas competenciales, aunque trascendentes, son secundarias tanto en importancia estratégica como en consumo de recursos. Si un gobierno regional logra un funcionamiento sin convulsiones de la educación y la sanidad su desempeño puede calificase de exitoso y si fracasa en estos capítulos el resultado suele ser la movilización en la calle y el revés electoral. La sanidad, por su directísima incidencia en la calidad de vida de los ciudadanos, es el área que más disgustos proporciona a una administración autonómica. Andalucía es un claro ejemplo. El PSOE perdió la Junta porque los problemas de atención sanitaria provocaron un enorme rechazo social. Juanma Moreno cimentó la mayoría absoluta de 2022 en una actuación acertada del Servicio de Salud durante la pandemia. Ahora las cosas son diferentes. Aunque hay que dejar claro que los problemas de la sanidad, tanto en Atención Primaria como especializada, son insolubles porque por muchos recursos que se aporten la demanda tiende a infinito, existen márgenes de maniobra que son percibidos por los ciudadanos. Lo que está ocurriendo en las últimas semanas con las listas de espera es un ejemplo de mala gestión, por muchos parches dialécticos que le intente poner la consejera Catalina García. Afirmar que la sanidad “funciona como nunca” cuando hay más de un millón de andaluces esperando para una consulta con el especialista o una intervención quirúrgica es, sencillamente, un dislate. Los errores en sanidad se pagan, como bien saben tanto Juanma Moreno como los socialistas andaluces. En vez de echar balones fuera, porque ya es difícil culpar a la herencia recibida, a la Junta le toca centrar esfuerzos en remediar en lo posible una situación que parece írsele de las manos. En ello, que no lo duden, se juega su futuro.
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