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En medio de un contexto internacional con tensiones desatadas, la economía española resiste mucho mejor de lo esperable. El crecimiento del 2,5% el pasado año supera la previsión más optimista de los organismos mundiales e incluso las del propio Gobierno. Las perspectivas para este año son de suave desaceleración, pero con tasas muy superiores a los países de nuestro entorno. También el empleo da muestras de fortaleza. La Encuesta de Población Activa señala un aumento de 783.000 nuevos empleos en 2023, algo nunca visto en el país, que deja el paro en el 11,7%. España tiene una sociedad civil robusta, en la que las empresas cumplen su papel de dinamizadoras de la vida económica y social y en la que los niveles de bienestar son equiparables a los de las naciones más punteras de Europa. Incluso se puede hablar de paz laboral. La creación cultural raya a buena altura y un ejemplo puede ser la cosecha cinematográfica del pasado año. Se podrían seguir exponiendo argumentos que señalarían a España como un país que pasa, a pesar de los problemas enquistados, por un buen momento. Pero la política estropea este panorama. La crispación sin medida, la falta de mínimos territorios de consenso entre las fuerzas encargadas de sostener el sistema, la incomprensible cascada de concesiones a partidos que no creen ni en el Estado ni en la democracia o el tono siempre elevado y agrio de la discusión configuran un panorama desolador. Afortunadamente, la tensión política no se traslada a la calle. Pero no cabe duda de que la política convertida en un problema nacional no ayuda al país, sino todo lo contrario: lo frena y lo altera. Los políticos no están a la altura de las circunstancias y ponen en entredicho la fortaleza de España. Un riesgo que no puede prolongar en el tiempo.
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