Editorial
Rey, hombre de Estado y sentido común
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El prófugo de Waterloo decidió ayer, tras una semana de suspense más impostado que real, levantar el dedo y desencallar la investidura de Pedro Sánchez. Con la calle soliviantada, los ultras sacando tajada, la Unión Europea desconcertada y la política española con niveles de crispación disparados, a estas alturas quizás lo menos importante sea el articulado y la exposición de motivos de una ley cuyos beneficiarios principales estaban claros desde la noche del 23 de julio, por más que incluya aspectos tan aberrantes como el olvido para los incidentes terroristas que rodearon el procés o la extensión del perdón a delitos cometidos sin conexión con la intentona independentista. Lo de verdad significativo del acuerdo parido con fórceps en Bruselas es el precio que va a pagar la democracia española y cómo eso va a condicionar el futuro más inmediato. Carles Puigdemont y Pedro Sánchez obtienen lo que querían: el primero, impunidad; el segundo, poder. Pero la solidez del sistema que ha permitido a los españoles vivir en libertad desde 1978 presenta ahora grietas que hace cuatro meses no eran apreciables en el edificio. Y lo que es peor: en los cuatro años que quedan de legislatura esas grietas no se van a poder reparar, sino todo lo contrario. El Gobierno de España queda, de forma aún más ostensible que en el mandato anterior, sometido a un chantaje en el que va a tener que ceder todas las veces que sus socios parlamentarios así lo decidan. Un independentismo que, desde el fracaso de 2017 estaba de capa caída y que cada vez tenía menos respaldo popular, recibe una inyección material y moral que lo envalentona y lo vuelve a colocar en el centro de todos los debates. Es lícito preguntarse si el precio que se paga para mantener la Moncloa y para cerrarle el paso a la derecha no es intolerablemente alto y si lo que ha pasado desde el 23 de julio hasta ayer no desvirtúa el mandato que los ciudadanos le dieron a los políticos en las urnas.
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