Editorial
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La línea ferroviaria de alta velocidad que conecta Sevilla y Córdoba, la primera que se puso en marcha en España en el ya lejano 1992, funcionó durante décadas con unos estándares de calidad y de puntualidad que le hicieron ganar un enorme prestigio. Ahora la situación es muy diferente: España dispone de una red amplia de la que se han beneficiado numerosas ciudades en todo el país. En Andalucía, Málaga y Granada cuentan con conexiones de alta velocidad y el resto de las capitales la tienen entre sus principales apuestas de futuro. Pero las cosas han cambiado y no precisamente a mejor. El AVE ha dejado de ser sinónimo de servicio impecable y puntualidad garantizada y se ha deslizado en los últimos años por una pendiente de baja calidad que ha indignado, con razón, a sus millones de usuarios. Esta deriva ha sido especialmente intensa en Andalucía, donde los retrasos se multiplican y se evidencia que la infraestructura no es la adecuada para responder a una demanda que ha crecido exponencialmente con el aumento de servicios de Renfe y con la entrada en el mercado de operadores privados. No es muy difícil determinar dónde está la responsabilidad de este estado de cosas: en el Ministerio de Transportes y en el Administrador de Infraestructuras Ferroviarias (Adif). No es serio que la contestación del ministro con competencias directas sobre lo que está pasando sitúe en “factores externos” el enorme deterioro que ha experimentado el servicio. Es lo que ha hecho recientemente Óscar Puente en una respuesta parlamentaria. “Vandalismo, arrollamientos, fenómenos meteorológicos adversos e incendios próximos a la vía”, son algunas de las causas que cita el ministro, al margen de las obras que se realizan en la vía para modernizar una tecnología que se ha quedado hace tiempo obsoleta. Lo que hace el ministro es echar balones fuera y hurtar a los usuarios una explicación clara de qué está pasando y, sobre todo, de cuándo los andaluces van a volver a tener un servicio de alta velocidad digno de ese nombre.
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