Editorial
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La costa andaluza presenta una triple amenaza que la convierte en especialmente vulnerable y que constituye una fuente de riesgos que afecta a todo el país. El litoral del sur de la Península recibe la presión de las mafias del narcotráfico, hasta el punto de que muchos expertos policiales consideran que el foco de este negocio ilegal se ha trasladado desde Galicia a la zona del Campo de Gibraltar y de la Costa del Sol. La infiltración yihadista constituye otro peligro que no puede ser minusvalorado. El atentado contra dos iglesias de Algeciras el pasado enero, en el que fue asesinado el sacristán de una parroquia, y las frecuentes noticias sobre la detención de individuos radicalizados son hechos de gravedad que deben mantener encendidas todas las alarmas. Por último, las redes de tráfico de personas que manejan la inmigración ilegal constituyen un serio factor de desestabilización y un atentado permanente contra los más elementales derechos y la dignidad del ser humano. Según informaba ayer este periódico, la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía estima que unas 5.500 personas han muerto desde 2020 intentando llegar a las costas andaluzas. Las tragedias se suceden sin que nadie ni nada sea capaz de ponerle coto. Esta triple amenaza se ve favorecida por la tensión permanente que Marruecos ha querido imponer a sus relaciones con España, en las que el régimen de Rabat no ha dudado en utilizar todo lo que consideraba que podía tensionarlas. No cabe duda de que este panorama coloca la costa de Andalucía, en especial la más próxima a la africana, en una situación que debería ser respondida por las autoridades españolas con medidas eficaces, tanto desde el punto de vista policial como desde el económico y el social. Pero la realidad es muy diferente. Los sucesivos gobiernos han preferido ignorar lo que ocurre. Los resultados de esta política están a la vista: la seguridad en la zona se deteriora y ello afecta todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos.
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