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La masacre de ancianos de los dos últimos meses ha dejado al descubierto, para recordatorio de todos nosotros, tristes realidades que ya casi teníamos olvidadas. Por un tiempo hemos olvidado, afortunadamente, esos eufemismos tan reiterados hoy de Tercera Edad y de Mayores, con los cuales, engañosamente, solemos referirnos a los ancianos. En cambio, hemos vuelto a un apelativo, mucho más cariñoso y humano: los abuelos, nuestros abuelos, como debe corresponder a quienes ya peinan canas, tienen nietos, una vida llena de todo tipo de vicisitudes detrás y más de 70 años.
Me ha llamado la atención, aunque a estas alturas no debiera hacerlo, el alto número de abuelos que culminan el último periodo de su vida en residencias de diferentes tipos y calidades, de donde pasan directamente al cementerio o al crematorio. La visita a esos centros constituye con frecuencia un triste panorama por la concentración en ellos de personas en condiciones físicas y psíquicas muy precarias.
Es el tributo que pagamos a este modus vivendi en el que estamos instalados y del que, frecuentemente, nos sentimos tan orgullosos: hijos y nietos trabajando o estudiando para insertarse en la cadena productiva, huida generalizada del hogar familiar, de los trabajos domésticos y del cuidado de ancianos y niños, todos ellos tan nulamente valorados en la sociedad, frente a la tan cacareada autorrealización fuera de la casa de hombres y mujeres. Quienes dedican su tiempo, sus esfuerzos y sus días al cuidado gratuito de los ancianos son subrepticiamente estigmatizados y minusvalorados por el pensamiento dominante. Salvo que sean religiosos (que para eso están) o inmigrantes (que así obtienen su sueldo para poder vivir).
Me sorprende el caritativo engaño con que se trata a los abuelos. Frecuentemente se les anima, como si fueran a vivir siempre, con propuestas y distracciones vacías e insustanciales, sin apenas consideración a un horizonte que se va estrechando y a un post, por ley de vida, cercano. Comprendo que en una sociedad como la nuestra, donde Dios es el gran ausente, se pretenda vivir los últimos años como si no lo fueran. Comamos y bebamos, y cantemos y holguemos, que mañana ayunaremos, que decía la vieja canción.
Hace algunos años, cuando planteábamos en la Universidad un plan de estudios para mayores de 65 años, tuve la ocurrencia de proponer, lo cual suscitó sonrisas entre los colegas presentes, que, en medio de tanta asignatura de Informática para Mayores, Vida Sana, Historia de Cádiz o talleres de manualidades, se colocara alguna materia que ayudase a afrontar la muerte, tema para el que existen sin duda diferentes respuestas vitales. Por supuesto que del tiempo final, aunque próximos a él y pese a ser una incuestionable realidad, nadie se ocupa; antes bien, se juzga de mal gusto afrontarlo, incluso una crueldad. Pero esto no resta un ápice a su verdad, aunque nos sea más cómodo no verla.
En pleno encierro domiciliario, nos hemos entristecido al conocer la cantidad de abuelos fallecidos en las residencias en condiciones de soledad y abandono insólitas. Apenas se han mostrado imágenes, pero la realidad era la que era. Y sin duda, la responsabilidad de las muertes está repartida, aunque en grado desigual. Primero, en los diferentes gobiernos que no tomaron medidas a tiempo. También, en las residencias que se dejaron ir o no poseían de entrada los necesarios elementos protectores que instituciones al cuidado de ancianos deberían tener. Cómo no, el miedo, al ser libre, actuó con exceso y retrajo a las personas próximas a estos abuelos de prestarles la necesaria ayuda y compañía. Hubo casos, comprendo lo peliagudo del asunto, en que se llevó a cabo una selección de las personas necesitadas de ser atendidas en función de la edad, ante la falta de las necesarias unidades de atención sanitaria. Trágica anticipación de la eutanasia que se nos viene.
Ya nada, ni los crespones negros, ni los minutos de silencio, ni las banderas a media asta, podrá devolver la vida a tantos abuelos que se han ido en condiciones tan dramáticas. La muerte, como la enfermedad y los sufrimientos que provocan, es intransferible. Podemos solidarizarnos, pero nunca será igual que padecerlo en carne propia.
Ignoro si, cuando volvamos a esa normalidad prometida tras la pandemia, cambiarán las tornas y los abuelos volverán entre nosotros a recobrar la dignidad que merecen. No sé si el desarrollo del teletrabajo, una mayor permanencia en el hogar tras la experiencia de los días de confinamiento o la pérdida del puesto colaborarán a ello. Pero mucho me temo que, siendo quienes somos, las cosas no van a ser diferentes, máxime dominados como estamos por los conocimientos que vienen, no a través de la experiencia de los ancianos, sino de internet, y con una manifiesta prioridad del goce personal. Bienaventurados, pues, aquellos que encuentren en el cuidado y dignificación de los ancianos su razón de ser y de vivir.
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