Óscar Eimil

Más Andalucía

La tribuna

Las autonomías se han ido consolidando con el tiempo como estructuras de poder clientelar en las que lo más importante es beneficiar a los suyos

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27 de noviembre 2018 - 02:36

No sorprende mucho, la verdad, al observador impertinente que, a pesar de que casi una tercera parte de los españoles- según las encuestas más recientes- no estén en absoluto de acuerdo con el resultado al que nos ha llevado el Estado Autonómico que diseñaron los padres constituyentes en 1978, no haya ningún partido con representación parlamentaria que defienda la vuelta al Estado unitario. No sorprende de los dos grandes partidos, porque ambos disfrutan de un gran poder institucional con el tinglado que, con las autonomías, ellos mismos han montado. Tampoco sorprende de Podemos, puesto que una parte importante de su fuerza, la de las confluencias, respira en los efectos perniciosos que en una parte importante de nuestra juventud ha provocado el sistema. Tampoco sorprende, en fin, de Ciudadanos, puesto que las encuestas de que les hablaba, el Estado unitario no ha superado todavía el 30% de apoyo.

Si hacemos un breve repaso histórico, comprobamos que han sido tres los intentos federalizantes que ha habido en el devenir de las constituciones de España. El primero, con la republicana de 1873, acabó como el rosario de la aurora, con el cantón de Cartagena tomado a sangre y fuego por las tropas del Gobierno, con el resultado, tras seis meses de asedio, de miles de muertos y la destrucción casi completa de la ciudad murciana. El segundo, con la también republicana de 1931, todavía terminó peor, con el Estat Catalá, primero, la Guerra Civil después, y el resultado final que todos conocemos. El tercer intento, con la democrática de 1978, y la independencia de Cataluña a las puertas -con Oriol Junqueras, tras el indulto, como el nuevo Nelson Mandela-, parece que va por el mismo camino, hacia el fracaso absoluto, al menos en lo que se refiere a la organización territorial del Estado.

Son tres los puntos de vista desde los que quiero enfocar la cuestión que hoy analizamos: el de los sentimientos, el de la corrupción y el de la economía.

A nadie se le escapa que la deslealtad manifiesta a la nación de algunas autonomías ha convertido al sistema que creamos en una especie de máquina de engendrar odio. A lo español, claro está. No es el caso de Andalucía, pero sí el de las comunidades más ricas de la periferia donde han proliferado partidos independentistas y antisistema cuyo principal postulado es el rechazo por facha de todo lo que tenga que ver con España. Cataluña es el ejemplo paradigmático, pero ocurre lo mismo en Baleares, en Valencia, en Aragón, en Navarra, en el País Vasco, y también, y bien que me cuesta reconocerlo, en mi tierra gallega. Parece evidente que, al menos desde esta perspectiva, el fracaso del sistema autonómico ha sido completo.

En la problemática de la corrupción sistémica, no es necesario extenderse mucho. Basta con mirar a nuestro entorno próximo para caer en la cuenta de que las autonomías se han ido consolidando con el tiempo como estructuras de poder clientelar en las que lo más importante es beneficiar a los suyos. Si ustedes se fijan, casi el 100% de los casos de corrupción que hemos conocido se engastan en las diferentes administraciones autonómicas. Otro fracaso con mayúsculas.

El de la economía es, a mi juicio, el tema más grave. Baste a estos efectos comentar el reciente y demoledor informe que sobre esta materia ha publicado la OCDE. Del mismo se desprende que uno de los principales problemas de España, si no el principal, es la ausencia de cooperación entre territorios para crear un marco común que favorezca el crecimiento; ausencia que encuentra su origen en la lucha política entre comunidades basada, no en el interés general, sino en intereses espurios. Apunta, en este sentido, que España es uno de los países desarrollados más ineficientes, en el que la regulación dispersa y diversa frena la economía, provoca una enorme desigualdad entre las personas, y un acceso deficiente de la población a los recursos que se destinan a vivienda, sanidad o educación. Dice, por último, que España está a la cabeza de Europa en el índice de desigualdad entre territorios.

Por todo ello, les confieso que no me interesan mucho las elecciones autonómicas. Lo que el sistema ha dado de sí lo vemos bien en Andalucía a estas alturas. Somos los primeros en el ranking de pobreza, en el de paro, en el de más efectivos al servicio de la Administración, en el de impuestos más altos y en el de mayor índice de fracaso escolar, entre otros. Somos sin embargo los últimos en gasto por habitante y año en sanidad y en educación. También son los últimos nuestros niños -¡que no insulten a nuestros niños!- en ciencias, y los penúltimos en comprensión lectora y matemáticas.Con estos mimbres, no es raro que la campaña haya discurrido en una especie de matrix: un mundo paralelo al del común de los mortales que podríamos llamar "Más Andalucía".

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