Federico Soriguer

Estamos aquí

La tribuna

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Estamos aquí / Rosell

27 de octubre 2023 - 00:00

En El Principito, Antoine de Saint-Exupéry, explica como el pequeño asteroide fue descubierto en 1909 por un astrónomo turco al que nadie creyó pues en el congreso internacional donde presentó su descubrimiento iba vestido a la turca. Poco después un dictador obligó a su pueblo, bajo pena de muerte, a vestirse a la europea. El astrónomo repitió su demostración en 1920, con un traje muy elegante. Y esta vez todo el mundo compartió su opinión. St. Exupery debió estar pensando en un personaje real, Atatürk, fundador del estado turco moderno. Esta primera historia tiene que ver con las apariencias y la segunda, que cuento inmediatamente, con el tiempo. Cuando los misioneros daneses intentaban critianizar a los niños inuits escribieron a sus superiores: “Son unos niños encantadores, pero suelen llegar a la escuela con un par de días de retraso”. Para los analfabetizados inuits, Bergson llevaba razón en su debate sobre el tiempo con Einstein (lean si no el libro de Jimena Canales en el que se ocupa de uno de los grandes debates intelectuales de la contemporaneidad).

La tercera historia se la debo a Savater quien en uno de sus libros cuenta que, durante una de las primeras exploraciones del Orinoco, la barcaza naufragó, consiguiendo sus ocupantes llegar, exhaustos, a la orilla, donde inmediatamente fueron rodeados por una partida de caníbales. Hundidos en la arena, los soldados comenzaron a gimotear, lamentándose de su suerte. Pasados unos minutos en los que nada ocurría comprobaron que, lejos de comérselos, aquellos “salvajes” se unían a su dolor y gimoteaban con ellos. Era un comportamiento desconocido que rompía con toda su experiencia de exploradores aguerridos.

La cuarta historia obliga a preguntarnos para qué sirve la cultura, pues, ¿qué decir de estos niños colombianos que han sobrevivido 40 días en la selva gracias a una sabiduría que no les fue enseñada por ningún ilustrado? El estirado de Steiner (q.e.p.d) despreciaba a los hombres y mujeres del mundo rural del sur de la península ibérica porque no eran cultos, pero no hubiera durado ni tres días en aquella selva ni con la compañía de su mayordomo. Como no duraron mucho, tampoco, los personajes de esta quinta historia, exploradores pioneros del norte de Australia que al poco tiempo de partir se quedaron sin alimentos, encontrando una tribu de aborígenes que se alimentaban de un tubérculo tóxico, si no se sabe cocinar. A pesar de haber suficiente alimento, la mayoría murieron intoxicados por no conseguir aprender a prepáralo. Lo que era un paraíso para los “salvajes”, se convirtió en un infierno para aquellos engreídos exploradores anglosajones que viajaban con vajillas victorianas.

Es algo parecido a lo que ya había ocurrido con las terribles epidemias de pelagra que asolaron el norte de España y del sur de Europa cuando el maíz importado de centroamericana tras el descubrimiento del Nuevo Mundo sustituyó a otros alimentos tradicionales. Lo que no importaron los españoles de Mesoamérica fue la manera de preparar el maíz con una solución alcalina que rompía la pulpa donde se encontraba la vitamina PP (ahora conocida como tiamina) y cuyo déficit causaba la pelagra. ¿Historias del pasado? El profesor Antonio Diéguez me contaba que un colega, filósofo americano, fue contratado por un club de superricos para que les hablara del futuro de la humanidad, conversación que después se ha transformado en un exitoso libro (Douglas Rushkoff, Supervivencia de los más ricos, Scribe, 2022). Al poco descubrió que lo único que interesaba a estos nuevos ricos era la manera que tendrían de salvarse ellos si la humanidad colapsaba. Y esta podría ser la moraleja de todas estas historias. Pero no me resisto a contar dos más que me son especialmente gratas.

La primera la leí en Simon Leys, autor entre otros de La felicidad de los pececillos: “Un niño le contó que cuando era pequeño imploraba a Dios para que le regalaran una bicicleta, pero pronto vio que las cosas no funcionan de esa manera así que decidió robar una bicicleta y después implorar perdón a Dios”. Una decisión muy lógica.

La otra historia es la de un viajero occidental que había iniciado una exploración por el Círculo Polar Ártico acompañado de un guía nativo. A los pocos días se vieron envueltos en una gran tormenta de viento y nieve. El explorador occidental, asustado comenzó a gritar: “¡Estamos perdidos, vamos a morir!”. A lo que el guía nativo, contesto con calma: “No, no estamos pedidos. Estamos aquí”. Sí. Estamos aquí y esto es algo que no deberíamos olvidar, aunque muchos de los científicos y tecnólogos actuales, ahora en medio de una tormenta cada vez más aparatosa, parecen ignorar, empeñados en una carrera alocada por llegar a alguna parte. La ilustración arrasó, a veces literalmente, el mundo antiguo. Por un largo periodo volvimos a creer que con la razón el hombre volvía a ser la medida de todas las cosas. Pero, hoy ya sabemos, que la razón no es la única forma de conocimiento ni de aproximarse a la realidad y que la historia, –las historias–, pueden tener una fuerza explicativa tan o más poderosa que la lógica científica (por ejemplo). Y no será, como han visto en esta breve tribuna, por falta de historias. Pero, ¿a quién le importa hoy la historia?

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