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Manuel Chaves Nogales ya ha sido, como otras grandes figuras de su tiempo, leído e interpretado desde todos los ángulos posibles. Lo han considerado comprometido y equidistante, de izquierdas y de derechas, libre y esclavo de sus ideas. Pero como la Galatea de las esferas de Dalí, a Chaves solo se le entiende cuando tomamos la distancia necesaria para leer sus textos con perspectiva. De poco sirve elegir, si esa elección excluye, por fuerza, alguna de las piezas que componen la totalidad del retrato. De ser una fotografía, Chaves tendría todas las papeletas de salir movido, porque si algo hacía el periodista sevillano era moverse, acelerar, marcharse, cada vez que la ocasión futura tenía visos de mejorar la presente. Adoraba la tremenda velocidad de los coches, la extraordinaria altura de los aviones, el portentoso afán de equilibrio de las bicicletas. Un culo de mal asiento, que se ha dicho siempre por estas tierras. Un hombre de gran ambición y temperamento, como dijeron quienes trabajaron con él. González Ruano lo definió como un “gitano, gitano rubiasco muy fuerte, violento, alegre y sin ningún sentimiento o concepto moral”. La vitalidad siempre asusta. No fue Chaves de los que dibujaran su vida como uno de esos personajes anónimos de sus Narraciones maravillosas y biografías ejemplares:“Apenas tuvo veinte años, cogió la regla, el compás y el tiralíneas; tomó cuidadosamente sus medidas y trazó con toda seguridad la parábola de su vida”. Esa seguridad no estuvo presente en modo alguno en su trayectoria, aunque demostró tener la habilidad del malabarista que se niega a dejar caer al suelo una sola bola.
Periodista de largo aliento, son pocos los que han conseguido desempeñar en escasas décadas todas las figuras posibles del oficio. Tanto en sus piezas breves e inmediatas como en sus reportajes y crónicas de gran extensión, supo apresar el tono de la época e imprimirle su sello personal. Fue meritorio en El Liberal; un cronista local de altura, como muestran las imágenes que traza en La ciudad; reportero y enviado especial por los más diversos rincones de España y Europa (inolvidables son sus reportajes sobre la Alemania nazi y toda la obra que deriva de sus viajes en avión). Columnista de los que se valen del detalle para dar alas a cualquier episodio por insignificante que pudiera parecer a ojos ajenos, su etapa de mayor éxito se la ofreció Ahora, cabecera que lo acompañó siempre en su presentación profesional. Fue, no en vano, su subdirector (o editor, si acudimos al sentido que se le da en inglés al término) y editorialista. En su primer exilio, en Francia, trabajó como redactor de Havas (la decana de las agencias de prensa a nivel mundial) y como analista (en la Cooperation Press Service de Emery Reves y Rachel Gayman). En su segundo refugio, en Inglaterra, ejerció de jefe de redacción (en la Atlantic Pacific Press del gobierno británico) y corresponsal en la AFI, cuya sede central en Francia había sido invadida por los nazis. En 1943 había comenzado a proyectar en Londres una agencia de noticias independiente (un Information Centre), de la que iba a ser su director. Con su experiencia e infatigable capacidad para escribir, podría haber compuesto el mejor manual del periodismo moderno, pero su carrera quedó truncada tres meses antes de cumplir los cuarenta y siete años. No fue nunca de los que entendieron este trabajo “como tránsito”, un oficio cuya virtud “consiste en saberlo abandonar a tiempo”. El periodismo era la meta.
Su escritura todoterreno, ágil, cercana y con ese toque andaluz que tantos señalaron no pasó desapercibida. La gracia de Andalucía, ese ángel que trasciende las definiciones y se queda en simulacro o artificio siempre que intenta imitarse, caracterizó su trato y sus textos. Hay muchas maneras de abrazar una patria. Chaves hablaba del cante hondo como esa “expresión de todo lo que por inexplicado rehúye y esconde pudorosamente la maravillosa espiritualidad andaluza, tan bárbaramente ignorada”. Es la que iba con él a cada redacción que pisaba. Hoy se cumplen ochenta años de aquel aciago 8 de mayo de 1944. La madrugada se lo llevó por delante en un hospital de Londres donde, hasta el último momento, conservó la esperanza de salir de aquel trance. “Vivir es muy difícil y hay que tomar precauciones”, había puesto en boca de uno de sus personajes anónimos. No fue esa su regla, pero encontró su voz en la oscuridad de un mundo de guerras y carestía sin dejar de ser fiel al sol de su infancia.
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