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En las últimas décadas se prodigaron debates que a mí me parecieron siempre lastrados por la retórica: desde el antihumanismo, abanderado por el filósofo marxista Althusser, que acabó postrado a los pies del Papa, tras asesinar a su mujer; hasta el reciente posthumanismo, que desde diferentes frentes pone a la Humanidad frente al espejo de los humanoides, que amenazan con suplantarnos a los hombres en muchas funciones, incluida la de pensar. El hombre, además, comienza a tener más atenciones por el bienestar animal, antropomorfizando la existencia de las antiguas “bestias”, que por el suyo propio. El sacrificio ritual de los animales, frecuente vía de escape metafórica de la violencia, que de esta ingeniosa manera quedó sublimada –véase el sacrificio de Abraham–, cada vez está más arrinconado bajo la sospecha de crueldad.
La piedad, virtud que nos humaniza, se había vehiculada por las organizaciones humanitarias, empeñadas en mejorar la vida de la gente. Los treinta últimos años han sido los del crecimiento de las ONG dedicadas a cubrir los déficits de los Estados en múltiples facetas asistenciales. E incluso los ejércitos de los países más avanzados se iban especializando en tareas de mediación y ayuda a la ciudadanía en situaciones de guerra y/o catástrofe.
Tres tendencias, enfrentadas, antihumanismo, antropomorfización y humanitarismo, invocadas, a veces de una manera y otras de la contraria, parecían complementarse en la vida diaria. Sin embargo, desde la guerra de Ucrania hasta la actual de Palestina, ha vuelto a asomar la crueldad sin freno, que nos arrastra fatalmente.
Un amigo fallecido el pasado verano, el profesor Marc Augé, uno de los grandes antropólogos de lo contemporáneo, ya anciano, en el 2018, publicó un pequeño relato muy elocuente: La sagrada semana que cambió el rostro del mundo. Se lo dedicó al papa Francisco, que sería el protagonista de este, en el límite de la ciencia ficción. Relato que el editor francés calificó de volteriano.
La trama comienza en la plaza de San Pedro, en Roma, un buen día de primavera. El papa Francisco sale al balcón a saludar a una multitud expectante, sonríe y pronuncia con voz alta y clara: Dio non esiste (Dios no existe). Lo repite una segunda vez, y se retira con una sonrisa beatífica. La masa, y los medios que transmiten el acto para toda la noosfera mediática, se queda confusa. Su opinión, ya que amén de en el catolicismo tiene una autoridad moral sobre las otras religiones, constituye un escándalo. ¿Es posible que el Papa haya sufrido un síncope de enajenación mental? No es posible, porque es infalible, según la doctrina. Las preguntas se agolpan, y no faltan teorías de la conspiración que intenten explicar la sorprendente negación de Dios.
¿Qué le ha pasado, pues, al Papa? El protagonista recibe la visita de un amigo científico, materialista sin cura, que paradójicamente se llama Teófilo (literalmente “amado de Dios”), pero que prefiere le llamen “Teófobo” (“enemigo de Dios”), o sencillamente Teo. Le cuenta que pertenece al movimiento “por el humor libre”, que tiene en marcha una operación llamada Panoramix, en recuerdo de aquel druida de la popular serie de cómic Ásterix y Obélix que hacía la poción mágica. Resulta, le confiesa, que hacía poco habían descubierto el lóbulo cerebral donde quedaban encerrados los temas religiosos, y a la par una suerte de brebaje que una vez ingerido o haber estado en contacto con él eliminaba todo rastro de religiosidad, convirtiendo a las personas en súper racionalistas. El Papa había aceptado beberlo. También lo habían hecho los Obama. ¡A Barak le había dado un ataque de risa cuando iba a pronunciar God bless America! (Dios bendiga a América). Su mujer, Michelle, había acudido a una reunión a Arabia Saudí sin velo, y con cara de purísima inocencia. Dados los resultados habían rociado con esa “agua bendita” desde aviones a poblaciones enteras. Cuando toda la gente fue racionalista entonces la ONU puso en marcha un plan para dar trabajo a los curas, rabinos e imanes ociosos con el fin de erradicar el hambre y el analfabetismo de la faz de la tierra. Si bien los problemas del orbe no terminaron de un día para otro comenzaron a evaporarse, ya sin atentados ni guerras de religión.
Esta hilarante parábola, ciertamente nutriéndose del mejor humor volteriano, del autor de El genio del paganismo, me ha hecho reír un buen rato. No conocía el testamento literario de Marc Augé, cuyo contacto perdí en persona en 2016, cuando almorzamos juntos, en soledad, en París. En un momento como el actual nos devuelve a un humanismo antropológico, utópico y humorístico, confrontado a la crisis de Humanidad que estamos viviendo, gracias a los pueblos elegidos por Dios, tantos que ciertamente no caben en el mundo. Falta haría encontrar el bebedizo curativo para tomar un poco de calma racionalista.
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