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No hay partido que no sea sectario en todo y, particularmente, en la cultura. Ya en el mismo sustantivo se puede hallar el significado y la etimología de roto, quebrado, incompleto y un largo etcétera que se puede explorar en los diccionarios de sinónimos, en el ideológico y de ideas afines de Julio Casares, en la proeza encuadernada de María Moliner o, desde fecha reciente, en el Diccionario de la Lengua Española, auspiciado por nuestra Real Academia con la participación de las de los países de América.
Por limitar la mirada un tanto desoladora al último año, todos los partidos del arco parlamentario han protagonizado, sean de izquierdas o derechas, bochornosos espectáculos de censura, ostracismo y listas negras (lo que hoy ha dado en llamarse cancelación). Cierto es que, según los periódicos o las radios que se sigan, serán resaltados los despropósitos del adversario, sin espíritu autocrítico. Porque lo que importa, decíamos, es tomar partido (“partido hasta mancharse”, según Celaya): defender una bandería y atacar a las otras taifas que se reparten el mando sobre este gran solar, merecedor de mejores cosas, llamado España.
Desde la izquierda, originalmente tan preocupada por anular la propiedad privada, se ha patrimonializado la cultura, no como una defensa del patrimonio (restos arqueológicos, piezas artísticas, monumentos) sino como una apropiación en muchos casos tipificada en el Código Penal como indebida. Juega ahí con ventaja, porque el actual Partido Popular ha mostrado una notable dejadez en asuntos culturales (sin salir de Andalucía, la monstruosidad de una consejería de batiburrillo, la de Turismo, Cultura y Deporte, que en realidad lo supedita todo, y no hay que extenderse en ello, por manifiesto, a la hostelería, cuyo derrame beneficioso sobre toda la economía ya se ha convertido en inundación que anega nuestras ciudades y también muchos pueblos).
Por ello, el joven ministro de Cultura, tan aparentemente rompedor, no hace más que seguir una tradición que podríamos calificar de “viejuna”. Sumar (dejemos ahora lo contradictorio de ese nombre para entente tan sectaria) sigue aquí los viejos usos, cuando realmente se necesitaba una política nueva, centrada en la gestión y la amplitud de miras, y no en la sempiterna caída en el partidismo. También haría falta un poco de modernidad y no regirse por criterios y modas de hace tres lustros, originadas fundamentalmente en el disparate académico estadounidense y en plagas anteriores, como la de lo postcolonial, que suman ya varias décadas e hicieron su agosto y agostaron la cultura, haciendo de ella un páramo.
Ya muchos han puesto en evidencia lo frágil de la idea de “descolonizar” los museos expuesta por el Ministro. Sin embargo, se ha pasado de puntillas sobre las declaraciones, casi las primeras después de ocupar el cargo, referentes a la presencia española en la próxima Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México). Fueron muy pintorescas y un buen autorretrato de lo que será la actual legislatura: demagogia plurilingüista y divisoria, en vez de resuelta acción por lo que nos une.
En esa, la más importante feria del libro de toda Hispanoamérica, incluida España, esta, invitada de honor en 2024, subrayará o dará especial relevancia a las lenguas cooficiales. En México y en todo aquel continente (incluido EEUU) se habla y se lee en español. Supeditar el mensaje de la lengua que hablamos todos al de las otras que allí no se hablan ni se leen solo puede ser un ejercicio de propaganda ajeno a la realidad. Los lectores y escritores de Chile o Costa Rica, de Perú o Argentina, no parece que vayan a tener mucho interés en libros publicados en gallego, vascuence o catalán. Los que afortunadamente se traducen de esas lenguas al español ya están presentes en los catálogos que las editoriales muestran en sus stands, y hasta ahora las instituciones del ramo de esas autonomías han llevado a Guadalajara a escritores en esos idiomas, feliz muestra de la riqueza española.
México tiene muchas más lenguas que España, y a nadie se le ocurre que, más allá de los despropósitos teledirigidos por el fanatismo de López Obrador, a la Feria del Libro de Madrid, o a Liber (la feria profesional del sector) concurran en primacía y con el espaldarazo gubernamental, eclipsado el español compartido que aquí se lee, el zapoteco, el náuhatl o el maya.
De lo feo del cartel, con dos manchones morados podemitas y ni por asomo los colores de la bandera nacional, podríamos hablar otro día.
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