José María Agüera Lorente

Curar lo incurable

La tribuna

La (dichosa) amnistía es una baza, quizá la que tiene el poder de conseguirnos unos cuantos años –quién sabe si décadas– de silencio y de concordia entre Cataluña y el resto de España

Curar lo incurable
Curar lo incurable / Rosell

17 de octubre 2023 - 01:00

Como en momentos pasados de la política española, la candidatura de Pedro Sánchez se enfrenta a uno de esos problemas de la vida que no tienen solución. La prueba histórica de que el asunto catalán –y, por ende, el territorial– pertenece a esa enervante categoría de cosas que no tienen arreglo es que llevamos tratando con él desde hace prácticamente dos siglos, con sucesivos momentos de mayor calma y de mayor calentura; pero siempre ahí latente, como ese virus que convive con nuestro organismo y que espera la más mínima debilidad sistémica para mermar nuestra salud. En esencia es esta misma constatación la que asumieron como cierta el filósofo José Ortega y Gasset y el político Manuel Azaña en los inicios constituyentes de la Segunda República, cuando debatieron en el Congreso de los Diputados cómo resolver lo que denominaron “el problema catalán”. El primero de ellos mostraba el escepticismo del que cree en efecto que no cabe solución alguna: “Debemos renunciar a curar lo incurable” fue la contundente declaración del filósofo; mientras que Azaña quería intentarlo o, mejor dicho, pensaba que debía intentarlo, porque a los responsables políticos de aquel entonces les había tocado –según sus propias palabras– “vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde”; lo que para Ortega y Gasset era la manifestación adolescente de lo que él llamaba el “nacionalismo particularista”, y que define como “un sentimiento vago” que hace sentir a quien lo padece el deseo de vivir “aparte de los demás pueblos (…), exentos, intactos de toda fusión, reclusos y absortos de sí mismos”.

Ya se ve que lo que culminó con el procés de octubre de 2017 no era nada nuevo bajo el Sol (lo que dice muy poco de la sabiduría de los gobernantes responsables por entonces de manejar la crisis, dado que ignoraron olímpicamente los antecedentes históricos). Ni tampoco las dos posturas que actualmente se plantean en el debate político en torno a la cuestión, asimilables, salvando las distancias cronológicas y de talla intelectual de los protagonistas, a las de aquellos tiempos de la Segunda República.

En efecto, se debe tratar de resolver el problema catalán, porque, de lo contrario, volveríamos al ruido y al descontento en el mismo instante en que la coyuntura socioeconómica fuese generadora de la necesaria tensión emocional que alentase ese rescoldo permanente de nacionalismo particularista que si alcanzase la magnitud del incendio llevaría otra vez las costuras del Estado de derecho al límite de su aguante. Pero también es harto verosímil la aseveración orteguiana en el sentido de que por muchas concesiones políticas que se le hagan no cesará el sempiterno descontento catalán que el filósofo atribuía, con un innegable componente de fatalismo, al “carácter mismo de ese pueblo”, a “su terrible destino, que arrastra angustioso a lo largo de la historia”.

A esto se enfrenta Pedro Sánchez al encaminarse a su investidura. Más por necesidad que por convicción. La (dichosa) amnistía es una baza, quizá la que tiene el poder de conseguirnos unos cuantos años –quién sabe si décadas– de silencio y de concordia entre Cataluña y el resto de España. Y hay indicios de que el actual presidente en funciones está dispuesto a hacerlo; pero hay muchos españoles, tanto de izquierdas como de derechas, que no lo entienden, que les repugna y les revuelve el estómago moral. Por eso necesita lo que hoy en día está tan de moda en el quehacer de la política, esto es, un relato. El candidato socialista tiene que lograr que su proceder en un asunto de tamaña reactividad emocional aparezca justificado por un planteamiento ético que se muestre impecablemente coherente con un propósito valioso para una amplia mayoría de la ciudadanía. En cualquier caso, el resultado final de tan comprometida empresa no puede dar la apariencia, se mire por donde se mire, de sumisión de Sánchez a las veleidades de un personaje tan palmariamente deshonesto como el señor Carles Puigdemont.

Desde una perspectiva estratégica, ¿no sería más beneficioso para los intereses de una política progresista no dejar ni el más mínimo motivo de sospecha de que se está mal vendiendo la dignidad del Estado a los gerifaltes del procés a cambio de ganar el poder? Sé que tiene su riesgo, pero negarse a cruzar según qué líneas rojas marcando principios y demostrando honestidad, aunque suponga ir de nuevo a elecciones, podría tener su postrera recompensa en las urnas.

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