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Comenzó la brutal invasión rusa de Ucrania, hace ahora poco más de un año, lo que más de uno sintió fue como una sacudida del mundo de ayer. De forma extemporánea volvíamos al orbe analógico, al concepto de la guerra más destructora, fraguada bajo el canon de la Segunda Guerra Mundial.
Claro que, entre otros usos tecnológicos, en la invasión de Ucrania se prodiga la guerra cibernética, la desinformación vía redes sociales, el uso de drones sofisticados, la lectura de posiciones enemigas gracias a los móviles, etc. Pero hoy, ahora mismo, mientras se escriben estas líneas, el pavoroso cuadro de la batalla en Bajmut, en Donetsk, nos muestra la cruda naturaleza de la guerra concebida como aniquilación total. Las imágenes nos enseñan el paisaje hecho picadillo, todo negrizo y devastado, sembrado de bultos humanos, pero que no se distinguen entre cráteres y escombros. Otra vez Stalingrado, como Dresde, como el último Berlín suicida. Su espantosa reproducción la vimos también en Grozni (Chechenia). Igual que en la fantasmagórica Agdam, en el Alto Karabaj, arrasada por los armenios -esta vez no tan admirables- en la primera guerra contra Azerbaiyán (hoy victoriosa tras su reconquista en 2020).
Un alto funcionario de la OTAN, estremecido, asociaba también el paisaje de Bajmut con la papilla de Verdún en 1916. Milos, voluntario checo que dejó su restaurante en Maspalomas (Gran Canaria) para ayudar a la causa ucraniana, ha contado a El País cómo es el estremecedor día a día en Bajmut. Su relato lo hemos visto en Salvar al soldado Ryan, en su parte final, inspirada en la batalla del puente de La Fière, sobre el río Merderet, a las afueras de Saint-Mère-Eglisé en Normandía. Cuenta Milos que en Bajmut (Artiómovsk para los rusos) se combate a cara de perro, calle por calle, casa por casa, incluso con lo que se tiene a mano cuando no queda munición (a cuchillo, a zapatazos, con los puños). Cómo no recordar la escena de la película de Spielberg, en la que un soldado judío americano y un alemán de las Waffen-SS, a falta de balas, acaban peleando en el suelo con fatídica agonía.
Herido en esta horrible carnicería, Milos tiene la certeza -y no cree uno que sea propaganda militar- que al menos 800 rusos mueren al día en Bajmut. Los ucranianos también se desangran a porrillo, defendiendo este enclave casi absurdo, pero que el ejército ruso estima esencial para el control del Donbás. Milos, que lo ha visto todo allí, insiste en que centenares de rusos causan baja día por día (muchos de ellos convictos y apestados sociales, enviados al matadero como carne de cañón). La compañía de mercenarios Wagner los lanza a la muerte. A diferencia de los ucranianos, dice Milos que los rusos no recogen nunca a sus muertos. En cada oleada de ataques, sus soldados se tapan con los fardos humanos que hallan esparcidos por todas partes.
Ante tal testimonio, uno se pregunta qué hace, qué aporta a la información sobre la guerra una figura tan ridícula como Bernard-Henri Lèvy, supuesto intelectual francés y fatigante redentor de conciencias. Lo vimos a primera hora en el frente (ahora está en Kiev), tocado con casco de guerra, chaleco antibalas y glamuroso foulard. Intentaba promover un aura de solidaridad activa con Ucrania, como en tiempos del asedio a Sarajevo o, como hace poco lo vimos también, tumbado fotogénicamente en una trinchera armenia en la reciente y última balacera en el Alto Karabaj.
Su exhibicionismo provoca irritación y vergüenza. Hoy por hoy la figura del intelectual mediáticamente comprometido causa sonrojo. Resulta inútil y a nadie, absolutamente a nadie, le importa (mucho menos en la era frenética de la información inmediata). Ni a los lectores occidentales, ni a los sufridos ucranianos, ni posiblemente al propio Zelenski, cuyas camisetas color caqui han hecho más desde el primer día por el apoyo a los suyos que los artículos y soflamas enviados por Bernard-Henri Lèvy, oscuro y pagado personaje. Toda guerra tiene sus capas de heroísmo y de podredumbre. Corresponsales y reporteros dignos de tal nombre nos envían sus magníficas crónicas desde el frente, mientras que el agitador y cantamañanas da título a sus sermones ("Occidente debe decretar una movilización contra Rusia", "Ucrania debe ingresar en la OTAN", "¡Cuidado con caer en la indiferencia con Ucrania!").
Cierto es que esta guerra, en la era de la premura en todo aspecto vital, está causando fatiga y disensos entre lúcidas mentes (véanse las enjundiosas réplicas entre Jürgen Habermas y Timothy Snyder). Sea como sea, nos sobra Bernard-Henry Lèvy, el cronista del foulard, para perseverar con nuevos bríos en el apoyo a los justos.
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