La tribuna
Salvador Gutiérrez Solís
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Según una extendida creencia, hay una palabra para nombrar la pérdida del padre o la madre y otra para la de un cónyuge, pero ninguna para la pérdida de un hijo porque es tan inmenso el dolor que no se puede expresar con palabras. Es inefable. Pero, ¿en verdad no existe una palabra por este motivo? ¿Por ello no hay un término similar a orfandad o a viudedad que denomine lo que no tiene nombre?
Se tiende a pensar que la vida humana fue siempre como ahora la conocemos, la vivimos, a proyectar hacia otros tiempos, y otros lugares, nuestra concepción actual del mundo. Aunque la Historia demuestre que no es así. Durante su mayor parte, incluso en no pocos sitios hoy en día, lo normal ha sido ver morir a parte de los hijos. Mi abuela paterna, nacida en 1900, vio morir a cuatro de los ocho que tuvo. A la materna, nacida en 1908, le sobrevivieron cinco, y tuvo algún aborto durante los ocho años en que fue madre sucesivamente, pero fue ella quien murió aún joven, debilitada por tanto alumbramiento. En el mundo occidental se ha olvidado que era probable que la mujer pudiera morir en un parto, que muchos niños murieran en la infancia. En la Francia del siglo XVIII sólo el 10% de la población llegaba a los 40 años. Cuando la muerte es una costumbre, la regla y no la excepción, se convive tanto con ella que se acaban limando sus cortantes aristas. Una madre del siglo XVI querría a su prole tanto como una del XXI, no creo que el dolor o el amor, tomado persona a persona, haya cambiado tanto. Es más, antes como ahora, no todos los padres han profesado el mismo cariño por sus hijos (el psiquiatra Castilla del Pino levantó cierto revuelo al confesar, en una entrevista, que fracasar en su primera oposición a cátedra le dolió más que la muerte de algunos de sus hijos). Pero cuando la costumbre es que la parca se lleve a la mayoría de los hijos, ese dolor se conlleva. Cuando la biología manda sobre la biografía, y así ha sucedido en el mundo occidental hasta anteayer, cuando el casi único proyecto de vida de la mayoría de los humanos era encontrar qué llevarse a la boca y no caer víctima de una enfermedad mortal, el dolor por ver morir a los seres queridos inevitablemente pasa a un segundo plano. También se ha olvidado que, hasta hace cuatro días, los hijos eran algo que sucedía, algo biológico, no buscados o deseados, no tan biográficos como ahora. Por eso, porque ese dolor inexpresable quizá antes no lo fuera tanto, porque ver morir a hijos era habitual, desconfío de esa idea que atribuye a un desgarro inefable la carencia de una palabra para denominar este estado.
Tal vez no exista esa palabra porque la muerte de un hijo no genera ningún derecho ni ninguna obligación. Del huérfano deben preocuparse quienes sobrevivan a sus padres. Alguien tiene que hacerse cargo de ellos. Hay que regularlo (y donde entra el Derecho, nada queda sin un nombre decible, legible: ley y leer comparten etimología). También sucede con la viudedad. En Roma, las viudas en edad fértil estaban obligadas a casarse a partir de transcurridos diez meses después de serlo. Lo que genera obligaciones y derechos hay que nombrarlo. Pero, ¿a qué derecho o a qué obligación daba lugar la muerte de un hijo? ¿Será por esto, y no por la inefabilidad de un dolor que durante mucho tiempo fue costumbre, no excepción, por lo que no hay una palabra para llamar a la madre o al padre que perdió a su hijo?
Dos fundaciones, la de padres que han perdido a un hijo por cáncer y la del español urgente, han propuesto sendas palabras para denominar a estos padres: “huérfilos” y “deshijados”, respectivamente. Que arraiguen depende del uso que les demos los hablantes. Ambas ponen el acento en la filiación (“que no te quedes huérfana de hijo”, escribió Luis Rosales). Ver morir a tu hijo, a quien das la vida, debe de ser como morirse en vida. La vida biológica sigue, pero la biográfica se quiebra de forma irreversible. Quizá el acento habría que ponerlo en la muerte. En Derecho, a efectos sucesorios, existen la premoriencia y la posmoriencia. El premuerto es quien muere antes. También quien lo hace prematuramente. Es lo que sucede cuando muere un hijo: lo hace de forma prematura respecto de sus padres. Quienes, desde ese hecho, son como muertos en vida. Ellos, que por ley natural deberían preceder al hijo, mueren después. Tal vez, ya que el Derecho no quiso o no supo denominarlos, podría dar otro sentido al término posmuertos, prestar tan notarial sustantivo y ampliar su significado para llamar a estos padres de los que nunca se ocupó. Posmuertos. Palabra que jamás podrá abarcar la inmensidad de algo que nos deja sin palabras.
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