Salvador Gutiérrez Solís

Mascarillas

La tribuna

Utilizo las más ordinarias, las más neutras, las quirúrgicas, y es que no quiero que formen parte de mi vida, no quiero que me gusten, ni sentirme identificado o cómodo con ellas

Mascarillas
Mascarillas

19 de julio 2020 - 02:39

No lo puedo evitar, y me gustaría, pero es que cada vez que pronuncio la palabra de la temporada, mascarilla, a mi cabeza viene Hannibal Lecter, encadenado, repeinado, con la de metal que le pusieron para que no siguera mordiendo. No llega al extremo que el provocado por el célebre doctor, pero las mascarillas me horrorizan, en gran medida. Esta nueva normalidad con mascarilla no me gusta. Salir a la calle y encontrarte con ese ejército sin identidad, desde la distancia, de rostros cubiertos, me genera ansiedad y me provoca una sensación de desasosiego que hasta al propio Pessoa le costaría describir. La pandemia nos vuelve anónimos, desconocidos, en cierto modo. Y sé que es necesario su uso, que la vamos a utilizar más para que no seamos menos, y, sobre todo, para proteger a la población de riesgo. ¿Riesgo a qué?, me preguntó con frecuencia. La teoría de la mascarilla me la sé de principio a fin, pero no por eso deja de representar para mí un elemento incómodo, imagen de un mal tiempo. Hay quien lo compara con el preservativo, y no, que el preservativo es vida y seguridad, pero también placer, o presunción, que suele ser suficiente.

Y que la cabeza tire del hilo. Desde esta semana tenemos que llevar por más tiempo y en más lugares la mascarilla, para tratar de evitar lo que a ratos parece inevitable. Es tarea de todos, que ya sabemos de qué va a esto, que la cosa esta no entiende de barrios, ni de cuentas, ni de sexo ni de nada. Todo eso lo sé, y aún así la sigo detestando. Es la Letra Escarlata globalizada, el paso previo al confinamiento, la terapia menos pedagógica. Y aún así necesaria, vital me atrevería a decir. Déjese ya de mascarilla en el codo o colgando de una oreja, como si fuera un diminuto Tarzán. Y cubriéndole la barbilla no tiene ningún efecto, recuerde. Y no escupa, por favor, que no creo que haya demostración actual más egoista e irresponsable. Y esto lo dice alguien que detesta la mascarilla, no es incompatible. Algo parecido me sucede con el cinturón de seguridad, y me lo ajusto nada más poner los pies en el coche.

Ya hay mascarillas de los equipos de fútbol, y de Batman, y de Prince, y de tu cantante favorito, y de todos los personajes de Los Simpson, las he visto, y cada vez que veo estas mascarillas guays un resquemor, cuando no un escozor, recorre mis entrañas. Utilizo las más ordinarias, las más neutras, las quirúrgicas, y es que no quiero que formen parte de mi vida, no quiero que me gusten, ni sentirme identificado o cómodo con ellas puestas, no.

Necesito sentir, o creer, o engañarme, que se trata de un elemento transitorio, por un tiempo, y que dentro de unas semanas o meses volveremos a vivir como hemos vivido siempre. Y es que la vieja normalidad, lo queramos o no, tenía mucho de encanto. De vida. De emociones, de poderlas sentir a través del tacto, de la piel. Tal vez por eso no empleo la expresión distancia social, y es que yo no me quiero distanciar socialmente de nadie. Distancia física, entiendo como más apropiado, y también espero que sea eventual, y que pronto vuelvan los besos, los abrazos y los achuchones. Me excuso en la mascarilla para salir menos, sobre todo ahora, con el calor, que te suda el bigote y hasta la gomilla más ligera es garantía de rozadura. Y no es miedo, no, es incomodidad, deslocalización, el no encontrarme en esta etapa que espero dure lo menos posible.

Es recurrente, y repetido, pero es necesario seguir apelando a la responsabilidad de todos. Por las posibles víctimas, que podemos ser cualquiera de nosotros, aunque las estadísticas se ceben con nuestros mayores, y por nuestra sociedad, en su conjunto, de la economía a las relaciones sociales. Confinarnos supondría hacer descarrilar a este tren que tanto nos está costando que siga circulando, y no nos lo podemos permitir. De momento, pese a que nos guste poco o nada, como es mi caso, la mascarilla es la gran aliada para que no demos pasos hacia atrás y los contagios se frenen. Pero añadamos la responsabilidad, la mesura, la lógica, que tanta y tanta falta hacen en este tiempo que ya no me atrevo a calificar. Vendrán tiempos mejores, sin duda, de caras al viento, sin mascarillas, repletas de besos y abrazos. Creerlo forma parte de la terapia.

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