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Suele ser muy traída la cita de Churchill: los Balcanes producen más historia de la que pueden digerir. Menos conocido es el desdén del bigotudo canciller de hierro, Otto von Bismarck, para quien la encrucijada balcánica no valían "los huesos de un granadero de la Pomerania".
Cara a la presidencia española de la UE en 2023, Pedro Sánchez, apodado Mr. Europa, acaba de visitar los Balcanes occidentales. Ha conocido in situ el pulso de los países aspirantes a discurrir por la alfombra roja de la UE: Montenegro, Macedonia del Norte, Albania, Serbia y Bosnia-Herzegovina (los tres primeros pertenecen ya a la OTAN).
Debido a la invasión rusa, las promesas de abrir el club europeo por la vía rápida a Ucrania ha molestado en la región de los líos interétnicos. Serbia ha alargado su cara de espera. Albania, asistente moral de Kosovo y acaso el alumno más aventajado, aguarda su hora (descartada Turquía, sería el primer país de peculiar mayoría musulmana en hacerlo). Macedonia del Norte, tras retirar Bulgaria su veto, se halla en capilla (lejos quedó la trifulca con Grecia, como lejos queda la olvidada guerra de 2001, apéndice del atroz conflicto de Kosovo). Montenegro y sus 620.000 habitantes ofrecen su peculiar hibridismo entre la ortodoxia serbia y su vía propia sin tutelas.
Mientras tanto, Bosnia-Herzegovina carece hoy incluso de estatus de candidato a la UE. El periplo de Sánchez ha discurrido justo cuando se cumplen treinta años del inicio de la guerra en Bosnia (entre otros escribanos, ahora en agosto el reportero Alfonso Armada, previa visita a la balacera croata de Slavonski Brod, comenzaba a enviar sus demoledoras crónicas del asedio a Sarajevo).
Quien hoy visita este país demediado pero unido por fuerza bajo supervisión internacional (Federación Bosnio-Croata y República Sprska de los serbobosnios), comprobará el auge del turismo islámico. La Turquía de Erdogan, en su giro neotomano, ha restaurado ostentosamente su legado arquitectónico, mientras turistas saudíes y súbditos del Golfo Pérsico se dejan ver por Sarajevo, Mostar o la idílica Pocitelj.
Los ríos verde pórfido de Bosnia-Herzegovina (BiH) son un primor, pese al caudal de cadáveres que llegaron a arrastrar durante la guerra. Aún hoy se advierten las miasmas del horror: fachadas acribilladas, pintadas, banderas inapropiadas, infamantes monolitos, casas antaño ultrajadas. En los detalles, más allá de la pátina de la reconstrucción, sigue existiendo una exaltación de la ignominia que convive con una capa de olvido artificial.
Marc Casals, autor de La piedra permanece. Historias de Bosnia-Herzegovina, nos contaba hace poco el sarcástico chiste que circuló por las redes. "Esto es Bosnia: 1 país, 2 entidades, 3 presidentes, 10 cantones, 14 gobiernos, 183 ministerios, 85 partidos políticos, 50 asociaciones de veteranos, 13 sindicatos, 12 cuerpos de policía, 3 academias de ciencias, 2 fondos de pensiones, 3 sistemas educativos, 3 empresas de telecomunicaciones, 3 distribuidoras de electricidad, 550.000 desempleados, 630.000 pensionistas, 450.000 desplazados por la guerra, 75% de pobres, 650.000 empleados públicos… y un número indeterminado de ladrones".
Conocedor del paño (Sánchez fue asesor en 1997-1999 de Carlos Westendorp, alto representante internacional para BiH), el presidente visitó la turística Mostar. La tensión visual del enclave se insinúa con la cruz de 33 metros que los fanáticos católicos croatas, en recuerdo de la edad de Cristo, emplazaron sobre el monte Hum, para diferenciar la parte croata de la musulmana a este lado del Neretva y del viejo puente otomano, reconstruido en 2004 bajo supervisión de los cascos azules españoles.
Cuesta digerir que BiH aspire a la UE cuando a la mente acude el apabullante osario del Memorial de Potocari, escenario de la matanza de musulmanes (8.372 y subiendo) perpetrada por los serbobosnios en el valle del Drina (sin olvido, aunque moleste el matiz, de los primeros asesinatos cometidos contra civiles serbios por parte de los bosniacos, dirigidos por su héroe Naser Oric, absuelto incomprensiblemente por crímenes de guerra).
Serbia, con su presidente Aleksandar Vukic, acogió a Sánchez con un gran despliegue de banderas españolas en Belgrado. No reconocer a Kosovo como país soberano por parte de España agrada a orillas del Danubio (Pristina declaró la independencia unilateral en 2008).
Casi al alimón de la visita, prendía de nuevo la fogata de Kosovo entre la minoría serbia y el Gobierno kosovar (las autoridades de Pristina obligan a los serbios a usar matrículas y documentos kosovares). Allí, en la tierra de los antiguos ilirios (ese mito albanés), la violencia busca su reescritura. Igual podría ocurrir en Bosnia.
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