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Se dice que el éxito del Diablo en nuestro tiempo ha sido el conseguir que se niegue su existencia. Incluso en donde esta debería ser más recordada, en la propia Iglesia, se ha convertido para muchos en un gran olvidado, tal vez porque han dejado de creer en él, temen ser acusados de retrógrados o han difuminado su figura y su acción hasta convertirlo de facto en inexistente. Paradójicamente, este panorama viene a coincidir con una época donde la presencia del mal campa por sus fueros y no deja de avanzar. Y se trata de un mal que actúa con alevosía: guerras crueles, asesinatos con regodeo y, además, truculentos, inversión manifiesta de valores, exhibición de atentados contra la ley natural y la ley divina, niños prostituidos, blasfemia contra lo considerado sagrado por muchos, procacidad y, por si aún hubiese duda, aumento de ceremonias satánicas, incluidas en ellas instituciones venerables como la propia Universidad.
En estas últimas semanas hemos podido asistir al sorprendente éxito alcanzado por Nefarious, la película de Chuck Konzelman y Cary Salomon. No es la primera vez que el tema del Demonio y sus posesiones ha sido abordado. Hace años triunfaba abriendo el ciclo la película de El exorcista, antes considerada un film de terror que de reflexión filosófica y teológica sobre la existencia del Mal y de su representante máximo. A esa película han seguido otras, aunque no con los buenos resultados de taquilla que la primera. Han resucitado igualmente libros publicados hace tiempo, ya casi olvidados, con dicha temática. Además del gusto por lo excepcional, siempre presente, qué duda cabe que hay una percepción entre los ciudadanos del mal creciente y de la entrada en una especie de tiempo final, asimilado tradicionalmente con el avance del Mal y la manifestación de la figura del Anticristo.
La película que aquí comentamos es de diferente tenor. De entrada conviene decir que se trata de una obra valiente, inactual a pesar de su rabiosa actualidad, con una magnífica interpretación a cargo de dos actores poco conocidos, Sean Patrick Flanery y Jordan Belfi. No se trata de una película para un gran público: el escenario donde discurre se ciñe básicamente a las dependencias de una prisión estadounidense de alta seguridad; la trama de fondo se resuelve en torno al diálogo y la discusión, a veces violenta, entre el reo poseído por el Diablo, a punto de ser conducido a la silla eléctrica por los crímenes anteriormente cometidos, y su interlocutor, un psiquiatra ateo convencido del alto valor de su profesión y de sus convicciones, y, por ende, de la capacidad de su ciencia para tratar y resolver los problemas mentales. De hecho, su intención no es otra sino salvar con ella al preso de la condena, demostrando la existencia en él de una enfermedad subyacente.
A través de un intercambio de puntos de vista, los directores de la película nos presentan el viejo debate entre la ciencia, en este caso referida a los efectos de dos personalidades contrapuestas en un solo individuo, y el desconocido e inabarcable ámbito de lo sobrenatural. Este desafía y pone a prueba al primero, cuando, como es el caso, este se limita a reducir al hombre a solo aquello que la razón, replegada sobre sí misma, es capaz de comprender. En última instancia, el Diablo se confronta, por medio de Edward, el condenado, con la mentalidad moderna, que a través del uso de la ciencia y la técnica pretende explicar y abarcar todo, incluso aquello que queda fuera de su ámbito.
Pero, a mi juicio, el valor más alto de la película, además de lo ya expuesto, es que desvela frente a un mundo incrédulo (para las verdades de la fe cristiana, que no las de las nuevas religiones laicas) el poder del Mal, la presencia creciente del Demonio en nuestras vidas y en la sociedad occidental en general; su capacidad para el engaño, para convertir conductas perversas en aparentemente en buenas, justificarlas y permitir así su asimilación. Se muestran en el guion, así pues, temas que no han sido considerados en nuestro tiempo a la luz de una recta razón, ni a veces del propio sentido común, apoyadas en todo un corpus ideológico pensado para avalar conductas desordenadas, que, además de perjudicar al conjunto de la sociedad, dañan en primer lugar a quien las practica, apartando de él todo atisbo de mala conciencia. Aparecen, sí, temas que nos guardamos de plantear a fondo sin sesgos ideológicos, cuya malignidad se trata frecuentemente de ocultar, como son los del aborto, la eutanasia, las rupturas familiares, el poder deshumanizador de las nuevas tecnologías, el individualismo desatado, el control social exagerado o la prepotencia humana. En definitiva, el poder del Mal y del Diablo cuando le dejamos las puertas abiertas. Y qué duda cabe que nuestra sociedad se las ha dejado bien accesibles.
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