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Casi todos los días nos despertamos con un cotilleo de cuernos en la crónica del corazón. La infidelidad conyugal ha sido siempre el principal tema de cohesión vecinal entre codazo y susurro, desde la cola de la charcutería a los palcos de la ópera. Los deslices de una noche en la cena de empresa, las queridas –con o sin piso puesto–, los hercúleos monitores de spinning que dan clases particulares, todo esto se torna vox (con perdón) populi con la instantaneidad del rayo, que no cesa. Los WhatsApps han otorgado velocidad lumínica al chisme, de tal manera que a veces asistimos a dramas familiares por un desliz de braga (o bragueta) floja, con imágenes, audios y toda la documentación adjunta. Hubo un caso hace cinco o seis años en la romería del Rocío que estuvo presente en cada iPhone y cada Huawei, con una publicidad más propia del Juicio Final. No le faltaba un perejil al guiso: vestido de flamenca, patillas gruesas, indiscretos móviles con cámara. La aldea global del cotilleo ha democratizado el salseo pringoso en las debilidades ajenas de un modo que recuerda al batiburrillo multicolor del Retablo de las Maravillas de El Bosco. Totum revolutum del cuerno. Y todo hijo de vecino disparando las primeras piedras pese a la advertencia evangélica.
Así, en los días de coronación de Carlos III de Inglaterra nos divertimos imaginando el regocijo de Harry y Megan, los anti-royal, con el rumor de infidelidad del Príncipe de Gales con una amiga íntima de su esposa. Esta amiga de Kate Middleton (ex amiga, entendemos), de nombre Rose Hanbury, ha sido vista un par de veces con el Príncipe en actitud –el adjetivo es ya convencional– «muy acaramelada». Al parecer, los rumores de crisis matrimonial se zanjaron gracias a una palmada en el culo, la de Kate a su marido al posar en la alfombra roja de los premios Bafta, en gesto desenfadado y juguetón (me niego a escribir “cómplice”). Y a otra cosa, butterfly. El trasero principesco otorgó de golpe y porrazo (nunca mejor dicho) estabilidad a la institución.
Aquí viene el inevitable giro reflexivo que ustedes –no me lo pueden negar– ya se veían venir. ¿Se imaginan una conversación del recién coronado Rey de Inglaterra con su primogénito, al estilo de las de su difunta madre la Reina Isabel II en la serie The Crown? La clásica reconvención severa –tintineo del té sobre tapetes– acerca de la estabilidad de la institución y el respeto al vínculo conyugal… El Príncipe Guillermo podría replicar: “¡Pero si tuviste una amante desde el principio, papá! ¡Y ahora es la Reina!” Y el nuevo Rey no tendría mucho que contestarle. ¿Seguro que no? Démosle una vuelta. “El mejor predicador es Fray Ejemplo” dice un refrán castellano, con su puntita zumbona de anticlericalismo y no poca razón. Ante esta máxima todos asentimos graves, circunspectos. Desde luego –concedemos de inmediato– es mejor enseñar con nuestras acciones que sermonear con palabras. Pero, ¿es así como funcionamos el común de los mortales al criar a nuestros hijos? ¿Dejamos de decirles que el alcohol es peligroso y el tabaco horrible porque nosotros hacíamos botellona con su edad y fumábamos Ducados a escondidas? Se lo decimos, y sin ningún remordimiento, porque queremos lo mejor para ellos, aunque no seamos modelo de nada ni espejo moral en que mirarse. Pese a que nadie escarmienta en cabeza ajena, tenemos la esperanza de que no sean tan tontos como nosotros y se eviten según qué resacas, según qué adicciones y muchos errores ridículos. Más adelante, la vida dirá y ellos tendrán que recorrer su camino. Pero no dejamos de indicar lo que está bien y lo que está mal por ser nosotros imperfectos. “Precisamente, hijo –podría contestarle el Rey al Príncipe–, sé muy bien, por desgracia, lo complicada que se vuelve la vida y el mucho daño que se hace con estas situaciones, a las personas que quieres y a nuestro país. No soy un buen ejemplo, pero al menos sírvete de mi mal ejemplo como advertencia”. No creo que Carlos III sea poseedor de semejante humildad de espíritu, pues ya sería difícil para el común de los mortales, no digamos para su altanera Majestad. Pero es posible como ideal, y el único modo de educar es mirando al ideal como la brújula mira al Norte. G. K. Chesterton decía que la educación consiste en estar lo suficientemente seguro de algo como para enseñárselo a un niño. Que nuestros propios errores no nos impidan ejercer esta obligación. Fray Ejemplo es buen predicador, sí. Pero no tiene la última palabra.
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