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Actualmente la izquierda neocomunista no se cansa de blandir el antifascismo contra sus rivales, que de esta manera pasan a convertirse más que en enemigos en réprobos. Lógico que sea así, dado que el antifascismo fue una creación comunista. El historiador Furet lo explicó con claridad. Según nos dice, desde la Revolución de Octubre el comunista definió al enemigo, "la burguesía internacional", que todos los obreros del mundo debían aborrecer. La dificultad radicó en que esa burguesía, al ser tan general y abstracta como el capitalismo, solo empezó a servir para enfrentarla a otro concepto igual de abstracto, la Revolución, que definía la batalla entre el presente y el porvenir. Al ser tan etérea y universal la batalla, el comunista se encontró combatiendo "contra una amenaza sin rostro", pues defendía que los regímenes democráticos eran sólo esa cara moderada, "sin rostro", de la dominación burguesa. En el momento en que surgió el fascismo, los comunistas, para encajarlo en su escolástica, lo definieron como la versión antiliberal y terrorista de la misma dominación burguesa. Por eso Hitler les sirvió para dar rostro concreto a aquella amenaza, su encarnación real, verdadera cara de la dictadura de la burguesía, que hasta entonces estaba oculta en el parlamentarismo y las democracias. De esta manera el desprecio de los comunistas a la democracia y el parlamentarismo lo unieron al nazismo para conjugar así valores incompatibles. Y como Hitler desató la violencia con el incendio del Reichstag y el proceso contra los comunistas en 1933, sus camaradas de Europa airearon una pretendida indignación democrática, hasta el punto de que los dirigentes de la Internacional Comunista, brazo político de Moscú para extender su revolución, pasaron a ser nada menos que héroes antifascistas.
De aquí el cambio de cara del comunismo. Ya no se definió por lo que en realidad era, "sino por lo que lo opone a Hitler y, con ello, a los fascistas en general". Al añadirse el temor de Stalin a la amenaza geoestratégica de Hitler, presentaron a la revolución proletaria como la defensora de la democracia -que despreciaban- frente al fascismo, pues como la Revolución anunciaba la superación de las revoluciones burguesas, el comunismo se convirtió en la vanguardia de la democracia contra el fascismo. Por ello todo crítico de la URSS o de Stalin pasó a ser un fascista. Por lo mismo en los Procesos de Moscú de 1936-1938 a los acusados se les añadió la coletilla de colaborar con los nazis. De esta manera, el antifascismo le construyó al totalitarismo comunista "una fachada menos repulsiva para Occidente", convirtiendo a la URSS en "la depositaria del fuego revolucionario", y por ello "blanco de las calumnias de la reacción". Que es lo que creyeron a pie juntillas los intelectuales progresistas en el "Congreso de Escritores por la defensa de la Cultura".
Lo creyeron porque en Europa, antes de la guerra, la pugna ideológica no había sido democracia sí o no, sino fascismo o antifascismo. Los actores del segundo dilema tenían un nexo común: ambos odiaban al capitalismo, a la burguesía y al parlamentarismo, y soñaban con un nuevo comunitarismo. Cosa que la izquierda ignoró conscientemente, pues al empeñarse contra toda evidencia en ver al enemigo fascista como un pelele del capitalismo, fue debilitando la cultura democrática en favor de la revolucionaria. Al sustituir la democracia por el antifascismo se adjudicó una coartada para mantener la idea revolucionaria por encima de la democrática para el momento en que se derrotara al fascismo. A partir de entonces y hasta ahora los comunistas, y quienes han asumido sus eslóganes, han ido viendo fascistas por todas partes. Al ser una necesidad para su misión revolucionaria mundial. han usado el antifascismo como un recurso para condenar a sus enemigos urbi et orbi.
Por eso hoy los antifascistas tienen que mantener esta impostura. Como escribe Finkielkraut, necesitan reactivar un fascismo muerto para vivir ellos. "Esa desactivación, que debería alegrar a los antifascistas, los sume, por el contrario, en el furor y el espanto. Repiten con renovada determinación: ¡El fascismo no pasará!, pero es ¡El fascismo no morirá! lo que hay que entender. Si ese peligro supremo llega a faltar, estarán como niños perdidos, andarán a tientas, sin referencias, por un mundo indescifrable. (…) Lo que les da horror es mucho menos el fascismo que su posible desaparición. Se proclaman progresistas, pero son devotos de la invarianza: odian la novedad y creen a marchamartillo en el eterno regreso de las horas más sombrías de nuestra historia". Por eso se pregunta Finkielkraut: "¿Qué es lo que Hitler representa hoy? Un recurso para los inútiles". Creo que lo mismo se puede decir de nuestros antifascistas domésticos y su recuerdo perenne del franquismo.
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