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La discutida película Don't look up (No mires arriba) ha provocado una curiosa disociación entre público y crítica que nos induce a pensar en el destino del cine. De un lado la crítica especializada parece inclinada a considerar la película un paso en falso de la industria norteamericana: queriendo ser revulsiva en la grave encrucijada presente de la Humanidad, hacia donde avanzamos cegados, sin embargo, no ha conseguido elevarse ni a tragedia, ni a comedia ni a tragicomedia, tomando los modelos clásicos del espectáculo. El público, sugestionado por la envolvente seducción mediática, parece opinar de otra forma: se identifica con su argumentario, viendo en él modelos cercanos a contestar, en particular el negacionismo y sus mundos. Esta disociación, entre crítica y público, expone con creces la crisis discursiva del cine contemporáneo. Cuestión de concepto.
Desde hace años viene observándose que películas sin demasiada enjundia alcanzan gloria con guiones planos, bien sean intimistas, bien de acción desmesurada, bien de crítica circunstancial. Por solo poner un ejemplo, hace unos años en Aix-en-Provence tuve la oportunidad de ver casi a la par El Renacido (2015), también con Leonardo DiCaprio en el papel estelar, y una de las primeras películas del clásico Akira Kurosawa, Los hombres que caminan sobre la cola del tigre (1945). Mientras la primera se proyectaba con éxito en los cines comerciales, la segunda ya era sólo objeto de culto en las cinematecas, con una escasa clientela pintando canas. El ritmo era muy diferente: El Renacido era un cúmulo de golpes inverosímiles, sin argumento, pero de efectos espectaculares. Mientras, Kurosawa, de una lentitud zen, operaba con la calculada gestualidad del teatro no japonés. Sin lugar a dudas, atraen a públicos con concepciones del mundo muy disímiles.
Corroboro un rechazo generalizado en los jóvenes al cine clásico, que no les dice nada. Resulta difícil captar su atención sobre películas míticas, y sin embargo quedan subyugados con un cine primario, elemental, donde las reglas del arte han desaparecido. En una ocasión observé que escenas tremendas de la II Guerra Mundial hacían sonreír, cual película de humor, a un joven que había experimentado de niño la guerra de los Balcanes. Quedé desconcertado. Pero no hay que culpabilizar a esta juventud: también entre los adultos ha triunfado un cine almibaradamente intimista, escapista. Acción por la acción, e intimismo por intimismo, bloquean el arte cinematográfico.
Pensemos que el cine comenzó registrando la realidad más pedestre: los Lumière en La salida de los obreros de la fábrica (1895) o Vertog con El Hombre de la cámara (1929), así lo hicieron. La realidad, en paralelo, iba embelleciéndose, como mostraría Flaherty, con su documental lírico Nanuk el esquimal (1922). O se cargarían las tintas de la tragicidad, como hizo Buñuel en Las Hurdes, tierra sin pan (1933). El tránsito del cine mudo teatralizado de El asesinato del Duque de Guisa (1908), con sus actores gesticulantes, de rostros expresivos, al cine sonoro, dio paso una crisis profesional y existencial de aquellos, que quedó patente en The Artist (2011). Con el sonido a su favor, la mítica Casablanca (1942), de Curtiz, marcó el cine de propaganda que manejaba con maestría sentimientos, historia y trama. La televisión no pudo con el poder del cine: a Casablanca no la podía superar ninguna serie.
Ahora bien, en algunas escenas premonitorias de la distópica Fahrenheit451 (1966), de Truffaut, aparecen pantallas de plasma que dialogan con el actor-espectador. Mediados los sesenta se intuye que la realidad virtual está suplantando a la suprarrealidad cinematográfica. No nos ha de extrañar que la noosfera virtual de hoy sí ha impuesto sus reglas al cine, porque lo ha hecho a la sociedad en su conjunto. La realidad real ya no existe, porque previamente a mirar la pantalla doméstica, estamos capturados por minúsculas e íntimas pantallitas.
Vivimos, en consecuencia, bajo el síndrome de un cine malo pero seductor, porque interactúa con la virtualidad. De ahí, su eficacia. Como en la escena de Ocho y medio de Fellini, cuando en escena memorable un mago -encarnado por Ian Dallas, más adelante líder de la comunidad musulmana granadina con el nombre de Abdelkader-, lee el pensamiento de la gente. El magistral Dallas le contesta a un asombrado Mastroianni, que le pregunta cómo lo hace, con un "no lo sé".
Pues eso, esa magia atemporal del cine, del "no lo sé", se ha difuminado. Don't look up nos muestra que la senda de lo efímero, del consumo inmediato, de la broma sin gracia, de la ausencia de arte, ha seducido eficazmente al gran público. Quienes quieran ver cine de verdad tendrán que seguir mirando a lo artesanal, y a los archivos del pasado. De lo contrario, al final no quedará más remedio que hacer lo que el gran Méliès, tras haber dedicado tanto tiempo sin reconocimiento a sus fantasías cinematográficas, y verse impelido a poner un puesto de chuches para poder malvivir: destruir la propia obra, augurando un destino trágico al cine incomprendido, aplastados por el éxito de lo vulgar.
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