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Se llegaba por consenso, no por asalto, y además no había cielo. Tras el sarampión teológico de la juventud, cualquier persona inteligente no confunde la propia ideología con una religión verdadera. Iglesias, la personalidad determinante en el devenir reciente de la política española, ha asumido también que lo funcional no era el poder constituyente sino los poderes constituidos y, al tiempo que la vida le ha arrastrado a las tan atávicas como placenteras instituciones de la familia y la propiedad, él ha descubierto las virtudes del parlamentarismo. El Parlamento sí nos representa, y ahora que retumban en su contra las apelaciones callejeras a la nación verdadera, comprenderá Iglesias lo temerario de su juvenil negación. Era incierto, igualmente, que el sistema electoral blindaba el bipartidismo dinástico. De las aulas al Consejo de Ministros el camino ha sido rápido. Es hoy, en cualquier caso, la izquierda de la izquierda, una izquierda capaz de abandonar su narcisista y estéril impugnación integral del Régimen del 78, para reivindicar el protagonismo que ella misma tuvo en su configuración, y para aprovechar las potencialidades democráticas que éste brinda. Ése ha sido el gran tránsito. La izquierda coaligada es el Gobierno. La izquierda está en el corazón del sistema.
Pero este Gobierno será, sin duda, un Gobierno frágil. Lo será por pura aritmética. La pírrica -y poco leal- mayoría que va a investir a Sánchez será insuficiente, no ya para reformar la Constitución, sino para legislar sobre las materias más relevantes de nuestro régimen político, y habrá que ver si el presidente tiene la capacidad para aprobar una ley de presupuestos, verdadera prueba de viabilidad de su mandato. Un mandato cuyo programa se sustenta, en buena parte, en ese poderoso resorte social que es la apelación a las minorías y a las identidades. La política de la diversidad es un arma movilizadora, pero quien abusa de ella puede convertirse en el alacrán que se clava su propio aguijón. En la capacidad de articular un amplio "nosotros" se jugará su porvenir este Gobierno.
La oposición será inclemente. Enzarzadas las derechas en una espiral verbal para ver quién escenifica de forma más dramática el discurso de la anti-España, el conservadurismo español ha claudicado en el intento de ofrecer una idea de país más allá de sus bases. Algo nocivo, esto último, pero no más que la normalización de ese concepto inefable de "constitucionalistas", usado ahora como un vil argumento con el que negar la legitimidad al Gobierno que obtiene la confianza de la mayoría parlamentaria.
Hay, en cualquier caso, ramas que impiden hoy a los muy españoles ver íntegramente el bosque de su país. Los temerosos del apocalipsis bolivariano deberían considerar el hecho de que la forma territorial descentralizada del Estado actúa como un elemento de contrapeso y de racionalización política frente al Gobierno central. Sí, aquellos que hoy sueñan con suprimir las autonomías, puede que acaben diciéndose a sí mismos aquello de: era el federalismo, estúpido.
Por otro lado, la contribución de ERC a la investidura de Sánchez escenifica la primera gran escisión en el hasta ahora monolítico bloque independentista, y una oportunidad -si bien nada fácil- para recuperar de algún modo el mecanismo de integración de las nacionalidades que la propia Constitución prevé, es decir: el pacto entre éstas y el Estado, con el refrendo posterior por el cuerpo electoral autonómico. No olvidemos tampoco que una Constitución sirve para el autogobierno de la sociedad, y que el verdadero riesgo de disolución de nuestro régimen constitucional hubiera estado en la reiterada disfuncionalidad de sus reglas para la formación de un Gobierno.
Hay algo más. Cualquier estudioso de la Monarquía sabe que cuando se jalea partidariamente al Rey se ponen los mimbres para la República. Digo esto porque se afianza la tendencia, inédita hasta ahora, de apelar al Rey como si éste tuviera divisa. No hay forma más eficaz de minar su legitimidad. A este respecto, una coalición de gobierno integrada por algunos confesos republicanos ofrece a la Jefatura del Estado ocasión para poner en valor su neutralidad en el escrupuloso cumplimiento de las funciones debidas que consagra el Título II de la Constitución. En esa convivencia institucional, respetuosa con la acción de gobierno, puede tener Felipe VI la oportunidad de apuntalar su legitimidad de ejercicio entre algunos de los sectores, hoy nada insignificantes, más refractarios hacia la forma monárquica de gobierno. La fortuna política tiene estas cosas, y bien es sabido que toda biografía del poder es un continuo encaje. Valga pensar en cómo aquel exiliado republicano que fue el president Tarradellas, recibió un marquesado de la persona en quien se restauró la Monarquía en España. Nadie dice que no vayan a volver, en los imprevisibles veinte, viejas contradicciones.
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