La tribuna
Salvador Gutiérrez Solís
Un cuento de Navidad
La tribuna
No por mucho repetir que la realidad supera a la ficción no deja de cumplirse. Y esta afirmación, desgraciadamente, también se cumple en las situaciones más extremas, en la violencia más incomprensible, en la locura más atroz. Dicen que los delitos también sirven para definir a una sociedad, porque también somos como robamos, estafamos o asesinamos. Por suerte, el índice de criminalidad, especialmente los delitos de sangre, son muy bajos en nuestro país, casi irrelevantes si lo comparamos con otros países. Estados Unidos por ejemplo.
Normal que produzcan con tanta profusión películas y series sobre asesinos en serie, sanguinarios y metódicos, terribles en sus actos. Cuentan con la materia prima, la realidad. A pesar de nuestra baja criminalidad, en las últimas décadas un puñado de asesinatos terribles nos han marcado y puede que traumatizado como sociedad. Puerto Hurraco, que bien puede entenderse como el último gran delito de la España franquista, con sus escopetas de cañones recortados, su ración de odio generacional y sus guardias civiles fumadores y con bigote. Y bajo esta premisa sociológica, tal vez sea el asesinato de las niñas de Alcásser el primero de la época moderna, con su asesino meticuloso, sexo en las sombras y sus bulos y teorías.
No nos cuesta recordar asesinatos terribles que aún nos retuercen las entrañas. El de Diana Quer, el del niño Gabriel o el cometido por José Bretón, ese monstruo que transformó la violencia de género más extrema en el mayor acto de crueldad que recuerdo. Por supuesto, tampoco nos olvidamos de Asunta Basterra. Refrescada nuestra memoria, además, en la actualidad, por la espléndida serie que se ha estrenado en una plataforma. Qué más decir que no se haya dicho ya de Candela Peña, su protagonista, una de las actrices más espléndidas con las que que contamos en España. Nos muestra a una Rosario Porto superada por ella misma, presa de sus miedos, agónica en su debilidad.
Más que un personaje, Candela Peña ha concebido un espacio o una radiografía de la confusión, del conflicto, de lo que somos y no podemos ser. A su lado, Tristán Ulloa no solo soporta el ciclón Peña, también es capaz de de incluir matices y texturas a Alfonso Basterra como un elemento en permanente deriva. Formidable y creíble, muy importante en este tipo de recreaciones, todo el reparto, igualmente destaco a Javier Gutiérrez y María León, que naturalizan y nos muestran las dudas y virtudes de ese ente que conocemos como justicia, y del que tanto se ha hablado en los últimos días.
El caso Asunta contaba con todas las papeletas para que fuese una mala idea, al tratarse de una historia que hemos escuchado en decenas de ocasiones, y tenemos a sus protagonistas perfectamente perfilados en nuestra memoria. Y no. Puede que uno de los motivos para que esta producción la considere como notable sea que, tanto guion como dirección, huye del true crime, o de ese true crime que no interpreta nada y se limita a mostrar lo que ya sabemos, lo evidente, mediante personajes que suelen ser muy planos. Acierto total a la hora de mostrarnos las entrañas, aunque no coincidan con la realidad. No olvidemos que se trata de una serie de ficción y que como tal se puede permitir ciertas licencias.
Ya me habría gustado que hubieran estrenado esta serie hace unos años, cuando escribía El lenguaje de las mareas. En esta novela, protagonizada por la inspectora Carmen Puerto, acudo con frecuencia a los asesinatos de Asunta Basterra y Diana Quer, al entender que cuentan con elementos y explicaciones que van más allá de la misma violencia y el horror. Sin olvidar todos los comentarios e hipótesis que escuchamos hasta que fueron resueltos, algunos de ellos vergonzantes, por no decir inmorales, y que deberían haber relegado o desplazado a sus emisores al silencio y olvido comunicativo. Pero no, ahí siguen. He vuelto a esos días de escritura y euforia, de encierro y sudor, gracias a El caso Asunta y he vuelto a sentir la tragedia y lo inexplicable muy cerca. También el horror que puede habitar dentro de nosotros, sin saberlo ni pretenderlo. Ojalá nunca lo lleguemos a conocer.
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