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Llego tarde, porque las primeras comenzaron a principios de octubre. Que luego la cosa se lía, las agendas se complican y no encuentras un sitio libre. Y es que cada vez más la Navidad, o mejor sus complementos, decorativos, gastronómicos o celebratorios, comienza antes. Agosto es el próximo reto, muy pronto en sus pantallas. Las hay de amigos, de compañeros del insti, de la clase de pilates o crossfit, del taller de pintura o de fotografía, de vecinos de la urba, por supuesto del trabajo, de la promoción de la facultad, de hermanos de la misma cofradía, y hasta familiares. Me refiero, como ya habrá adivinado, a las comidas de Navidad. Qué sería de nosotros y de estas fiestas sin ellas.
Instauradas desde hace un par de décadas, aproximadamente, se han convertido en una obligación de la que no nos libramos, nos gusten más o menos, y en la que confluyen un sinfín de circunstancias, detalles, sucesos y pasajes, que podríamos describir acudiendo a la mayoría de los géneros literarios: comedia, drama, romántico, aventuras, autoficción y hasta el thriller, ya puestos. Porque la verdad es esa, en una comida de Navidad puede pasar cualquier cosa, no hay catálogo de sucesos porque sería inabarcable, no seríamos capaces de anticipar o predecir lo que nos puede suceder. Aunque muchas de las comidas de Navidad sean predecibles desde el primer instante, si tenemos en cuenta los elementos y circunstancias que las componen (pero esa sería otra historia).
Como siempre sucede, para que la comida de Navidad llegue a ser una realidad es necesaria la existencia de un ente organizador, que puede estar compuesto por una o varias personas. Y son esas personas que en el momento en el que nos encontramos más indefensos o relajados, calentitos los picos con frecuencia, lanzan la propuesta y nadie se atreve a finiquitarla en el primer instante. Desde ese momento a la creación de un grupo de WhatsApp específico apenas han pasado unos minutos. Y ya no tenemos nada que hacer.
Concretada la fecha, que algunos utilizarán de excusa para liberarse del asunto (aunque el día de marras se queden encerrados en casa), y que puede generar algún tipo de tensión, toca escoger el lugar de la celebración. Para gustos colores. Y entonces el grupo se poblará con frases del tipo: Mi cuñado me ha hablado de un sitio… Si puede ser, que no sea menú concertado, que es un atraco… Un sitio que luego tenga copeteo… Yo el copeteo prefiero hacerlo en otro sitio… Si es oriental conmigo no contéis… Para comer ensaladilla me quedo en mi casa… Que no pase de 40 por cabeza… Mucho me parece eso… Por menos no vamos a encontrar nada…
El ente organizador, que por algo lo es, dirigirá las conversaciones y las propuestas hacia el establecimiento que tenía pensado antes de iniciarse el debate. Cuarenta y cinco euros por barba, cuatro entrantes a compartir, un plato a escoger entre solomillo y dorada, barra libre de cerveza y vino (pero sin pasarse), y unos chupitos de anís o limoncello, con sus correspondientes mantecados (de esos que atascan hasta la garganta más generosa), para rematar el asunto.
Y llegado el señalado día, según el motivo de la reunión, pues así escogemos atuendo, porque no es lo mismo reencontrarte con compañeros del insti que no ves desde hace 20 años que hacerlo con los del trabajo, con los que convives más que con tu familia. Y llegado el señalado día se puede dar la gran paradoja que aquel que puso todas las trabas y quejas en todas las tomas de decisiones, acabe siendo el último en regresar a su casa, tras fugarse los dos a los que había convencido de que era “de verdad” la última.
Porque la realidad y la experiencia nos dicen que las comidas de Navidad, lo mismo que las reformas, se sabe como empiezan pero no como acaban. Por eso mismo tal vez lo mejor sea aceptarlas como son, para qué pelear en balde, rebusquemos hasta encontrar ese elemento que nos gusta, y no luchemos contra lo imposible. Es Navidad y toca seguir el itinerario establecido. Además, una vez al año, o dos o tres, o siete, tampoco hace tanto daño.
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