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Hemos de confesarlo, somos muy complicados. Yo, el primero. Contradictorios hasta en lo más esencial, y así es muy difícil. Tan difícil. Complicados en todo. En el turismo encontramos un gran ejemplo, no hay que irse más lejos. Queremos que nuestras ciudades, nuestros barrios, sigan siendo como siempre han sido. Como queremos que sean.
Que la barrita en la que me apoyo para tomarme la cerveza de los viernes siga estando ahí, para mí, y para los míos. Que nadie la toque. No quiero café de franquicia a cinco euros ni sushi en bandejitas con lechuga de plástico ni paellas congeladas que puedes comer a las once de la noche. Quiero que mi ciudad, mi barrio, siga siendo como siempre ha sido, con servicios adaptados a lo que yo necesito, pero no para el que viene de fuera. Y ojo, que quiero que venga el de fuera, porque se deja la pasta, y paga cinco euros por el café de marras, y lo que sea por el sushi y es feliz con esa paella que sabe a cualquier cosa menos a paella. Tal cual.
No queremos pisos turísticos porque están convirtiendo nuestras ciudades en espacios fantasmales, sin alma. Miramos con desdén, desde nuestros balcones, a los que empujan las maletas por nuestras calles los domingos. No nos gusta contemplar los candados y los códigos que nos encontramos en nuestro camino. No nos gusta. Sin embargo, cuando somos nosotros los que salimos, recorremos mil páginas web, entramos en 200 foros, a la búsqueda de ese chollo en el que cabemos ocho, cerquita del centro, con cocina para los desayunos y las cenas, que así gastamos menos, y hasta con wifi. Y un domingo, pero en otra ciudad, en otro barrio, que no son los nuestros, seremos los que tiremos de nuestras maletas, tras haber introducido el código de la puerta, y alguien nos mirará con desdén, asomado a su balcón. Existe una gran probabilidad de que suceda.
El turismo, esa cosa. Tan sencilla y complicada al mismo tiempo. Viajar a otros lugares, conocer nuevos espacios, probar otros sabores, escuchar otras lenguas y acentos. Pero parece que nos hemos empeñado en hacerlo todos y en ir a casi los mismos lugares. Turistificación, turismofobia y otra retahíla de expresiones de nuevo cuño que se han creado para explicar y definir el rechazo al turismo, masivo, que nos llega. En el turismo, como en otros muchos ámbitos de la vida, somos un poquito, cómo decirlo que no se enfade nadie, exquisitos, remilgados, puntillosos, cuando no clasistas. Queremos y aceptamos el turista luxury, de taco gordo, con bolsas de tiendas caras en las manos, hoteles de cinco estrellas y automóviles de gama alta, mientras que el que recorre nuestras calles, mapa en mano, con su mochila a cuestas, buscando un lugar baratito donde comer o comprarse un bocata, como que nos provoca cierto rechazo. Aunque este último disfrute más del viaje, y lleve seis preparándolo, porque le supone lo más parecido a un sueño hecho realidad. Eso da igual. No tenemos en cuenta que cada cual es turista como quiere o puede. El reto del turismo, o de las administraciones y entidades que se dedican al asunto, debe ser el de dar respuesta a los diferentes perfiles de viajeros que llegan a nuestras ciudades. El poder compartirlas con ellos, es hermoso pertenecer a un ciudad admirada, sin que por ello suponga perder su entidad. Es complicado, lo sé, pero ese es el gran reto.
Es la gran paradoja, el gran misterio, la incógnita a resolver, ¿cómo crecer y seguir siendo el mismo? El mismo o, al menos, muy parecido. La verdad es que no tengo la respuesta, si la tuviera me habría confundido de oficio, obviamente. En la política, en la vida, en todo, qué difícil encontrar el punto medio, el de equilibrio. Y para alcanzar ese punto hay que actuar, hay que tomar medidas. En definitiva, las administraciones implicadas, que lo son todas, deben ser activas y regular, que es lo que no han hecho hasta ahora. Creyendo que todo llegaría y caería por su propio peso, que las maletas y los aeropuertos se llenarían por propia inercia, apenas se ha intervenido. Y ese es, precisamente, uno de los motivos para entender en la situación que nos encontramos hoy. Pero estamos a tiempo, o eso creo. Si queremos que suceda. Si no queremos vivir en ciudades de fantasmas y candados. Si queremos crecer seguir siendo lo más parecido posible a lo que somos.
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