La tribuna
Salvador Gutiérrez Solís
Un cuento de Navidad
La tribuna
Todas las navidades, cuando se hace la noche, recorro las calles de mi barrio y tomo fotografías y vídeos de todas aquellas viviendas que tienen sus ventanas, terrazas y fachadas con motivos navideños. Luces que se encienden y apagan, papanoeles y reyes magos escaladores, guirnaldas... sería muy larga la lista, tanto como la imaginación de los decoradores. Siento admiración por todas aquellas personas que comparten el calor y la luz de sus hogares con los que caminamos por las calles frías y oscuras. Me emociona ese compartir la alegría, los buenos deseos, con los demás. Una generosidad sin contabilidad, un préstamo sin intercambio. Una generosidad anónima y desinteresada. También existe en este mundo de cuentas e intereses.
Unos paseos que no solo realizo por disfrutar y admirar estas decoraciones externas navideñas. Busco una decoración concreta, obra de una persona concreta; Esperanza, es su nombre, según me contó una vecina. Una mujer, de unos sesenta años, canosa, de ojos muy redondos y abiertos, la descubrí una mañana de otoño, paseando junto a un hombre muy mayor, al que le costaba andar, y que evidenciaba tener problemas cognitivos. La mujer lo llevaba de la mano, con cariño, y a la vez que paseaban le iba explicando al hombre todo lo que se encontraban a su paso.
Es un árbol, un naranjo, toman el alimento de la tierra y también del sol, y cada año convierten esa comida en las naranjas que luego nos comemos, que no son estas, porque son amargas, pero sirven para hacer mermelada. Y lo mismo hacía con una papelera, con un coche o con un contenedor de la basura. Pasados unos días, volví a encontrarme la canosa señora, pero en esta ocasión empujaba el carrito de una mujer muy mayor, a la que también le explicaba todo lo que iban viendo en su paseo.
En los días siguientes, fiel a su itinerario, pude ver a la mujer de la mano de otras personas mayores y empujando otros carritos, por lo que entendí que no se trataban de familiares o amigos, sino que, posiblemente, se trataba de su trabajo. Un día de principios de la Navidad de aquel año, 2017 creo recordar, por casualidad la descubrí entrando en la que imaginé su casa. Muy cerca de donde vivo, pero lo que más me sorprendió era la decoración navideña de la fachada: un enorme corazón rojo, cuya luz parpadeaba. Desde ese día, busco ese corazón en las noches de Navidad, ya que me gustaría hablar con la mujer de pelo cano, de la que solo conozco su nombre, Esperanza.
En mi recorrido de esta noche me encuentro con un hombre en un carrito con el que la mujer solía pasear, pero empujado en esta ocasión por un hombre de unos cuarenta años, vestido con un uniforme de una residencia para personas mayores, Las Azaleas por nombre. Cuando le he preguntado por “su compañera, una mujer de pelo blanco”, me ha dicho que en la plantilla de la residencia no hay nadie con esas características. También me ha dicho que Las Azaleas está lejos, pero que cada Navidad tiene que darle “el capricho” al señor que ocupa el carrito de un paseo nocturno por mi barrio, desde que ingresó hace seis años. Justo los años que llevo buscando a la mujer canosa, qué casualidad.
Cuando lo miro, sus ojos se clavan en los míos, mientras con una mano se señala el corazón, y cierra y abre los dedos, como si estuviera parpadeando. Buscamos a la misma persona. Le pregunto al cuidador que si sabe el nombre de la anterior residencia de su paciente y me responde que una que está muy cerquita, pero que no recuerda el nombre. Google me indica Los Rosales, a apenas 400 metros. Nada más llegar, pregunto en la recepción por una trabajadora, de pelo blanco, que sacaba todos los días a los internos, a los que les explicaba lo que veían.
Mire, yo llevo aquí tres años, y no me suena nadie así, pero pregunte en la cocina, que Reme lleva mucho tiempo, y seguro que le dice algo. Comienzo a recorrer una larga galería, y a mitad de camino escucho algo que activa mi memoria: Esto es una revista, que se lee y se ve, y cuentan la vida de las personas más conocidas, explica una voz. Con disimulo, me acerco a una habitación con la puerta entornada, en la que veo a una mujer, con bata blanca, de espaldas. Pido permiso y entro en un pequeño dormitorio, donde encuentro a Esperanza, tumbada en la cama. Me mira sonriente y enrojecida, efecto de la luz del enorme corazón que parpadea sobre ella.
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