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Vivimos en un tiempo esclavo de etiquetas. Rige el afán por definirlo todo como si nada pudiera existir fuera de un canon establecido y de una convencionalización de todos los órdenes de la vida, desde la más estricta intimidad al foro público. Elaboramos un currículum, presentamos una memoria o un proyecto profesional o nos enfrentamos a una entrevista de trabajo (por poner solo algunos ejemplos de la vida cotidiana) y acabamos con la sensación de que posee más importancia el formulismo vacío y burocrático que la fidegina descripción de quienes somos, el trabajo que hemos hecho, los conocimientos que hemos adquirido o la idea que deseamos compartir o materializar. Pero también en las relaciones personales nos presentamos ante otros con la sensación cada vez más frecuente de estar acudiendo a un baile de máscaras en el que se nos exige un disfraz imprescindible para ser admitidos. Un disfraz casi siempre exhibicionista. Porque parece obligada la sobreexposición, la proclamación continua de no se sabe qué virtud moral, una especie de continua ostentación de estar viviendo y pensando “como es debido” que es el ademán predilecto de toda hipocresía. Vivimos cada vez más hacia fuera. Por y para esas máscaras. Y, sin embargo, pocas cosas se ofrecen a nuestro conocimiento como nuestra verdadera y única identidad: los anhelos y pasiones que nos mueven, la vocación de ser o crear algo determinado, nuestra experiencia del mundo, nuestros actos, nuestra mezcla personal e intransferible de temores y esperanzas. En suma, aquello que nos individualiza y nos distingue. Para ello solo hay que detenerse a mirar hacia dentro, abstraerse del ruido circundante y proponerse algo de honradez con uno mismo. Un ejercicio de introspección, por otra parte, imprenscindible para elementos tan esenciales de la convivencia cívica como el sentido de la dignidad, la responsabilidad o la autocrítica. Explica la historiadora de las religiones británica Karen Armstrong en su ensayo Breve historia del mito (Siruela) que, en cuanto los seres humanos completaron su evolución, desarrollaron la necesidad de trascendencia. Descubrieron entonces una divinidad que situaron en las mismas alturas del cielo, la luna, el sol y las estrellas, pero con la que podían comunicarse descendiendo a las profundidades de sí mismos. Era aquel camino al que invitaban las palabras “conócete a ti mismo” inscritas en el oráculo de Delfos, el célebre santuario dedicado a Apolo a los pies del Parnaso en la Antigua Grecia. En una sociedad hiperactiva e hiperconectada como la nuestra, olvidamos con facilidad la necesidad de ese viaje interior. Vamos perdiendo la capacidad de leer y reconstruir los viejos mitos trascendentes (unas correspondencias entre símbolos y realidades, un lenguaje poético y con él una vía de conocimiento de nosotros mismos a la que damos la espalda). Y sin ella nos quedamos aún más solos y desconcertados ante ese terrible “silencio eterno de los espacios infinitos” pascaliano que siglos después seguimos encontrando ante el misterio de vivir y morir. Los mitos no nos sirven, pero ni la ciencia ni la tecnología, pese a sus infinitos avances, nos bastan tampoco para dar sentido trascendente a nuestra vida. Ante ese gran olvido nos refugiamos en sucedáneos para tratar de llenar consciente o inconscientemente nuestro vacío. Perseguimos lo banal y lo superficial para huir de toda necesidad de profundidad y trascendencia. Y acabamos habitando una cárcel de la que nos conformamos con creer salir de vez en cuando (son pequeños permisos) mediante la satisfacción de deseos inducidos por pura imitación gregaria y estímulos ajenos: el consumo compulsivo, el entretenimiento de masas vaciado de valores culturales y humanos, las prescripciones pseudocientíficas sobre la salud o sobre la manoseada “felicidad” individual o colectiva, o ese impulso de depredación y degradación de la belleza (natural o artística) que sustituye su contemplación y conservación por su instrumentalización escénica y su sobreexplotación utilitarista. No, tratar de averiguar quién somos sin que otros nos lo dicten no es garantía alguna de felicidad (puede que en el camino encontremos frustración y conflicto), pero mucho menos lo es nada de lo anterior, y siempre merece la pena recordar que, desde luego, no somos ni seremos nunca nuestras máscaras, sino lo que tras ellas vivimos y soñamos despiertos.
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