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La pasada semana hubo elecciones legislativas en Francia, que depararon un resultado que se puede calificar como sorprendente, ya que la clara favorita, la formación de la ultraderechista Le Pen, acabó siendo la tercera opción más votada, consiguiendo el triunfo una coalición de diferentes partidos de izquierda. Los de Macron, el actual presidente de la República francesa, obtuvieron la segunda plaza, en cuanto a preferencia de los electores. Desde que han tenido lugar las elecciones galas, nos han tratado de explicar el cambio de tendencia del electorado, variando muy considerablemente lo sucedido en comicios cercanos y lo vaticinado por numerosas encuestas. Hay quien explica el resultado por el incremento de la participación, casi veinte puntos más que en las anteriores elecciones. Aunque esa creencia de que la participación siempre beneficia a las opciones de izquierda se ha desmontado, aquí en España especialmente, en numerosas convocatorias electorales. Otra de las teorías que se barajan es el miedo real, ya no ficticio, a que la ultraderecha obtenga el poder. Comprensible, por otra parte, ya que buena parte de las promesas de Le Pen dan un poco, o mucho, miedo, la verdad. Algunos analistas consideran que ha sido esencial el activismo de diferentes personajes públicos franceses, procedentes del ámbito de la cultura, el espectáculo o el deporte. En plena Eurocopa de Alemania, las palabras de Mbappé, Koundé o Tchouaméni han contado con una amplia repercusión. Puede que todas las teorías sean ciertas, y que una combinación de ellas haya propiciado el cambio en la intención o, más sencillo, hayan impulsado o motivado a todos aquellos que iban a quedarse en casa, sin ejercer su derecho al voto.
Una vez más, más que el resultado, lo que me ha llamado especialmente la atención son las críticas que han recibido todos aquellos personajes públicos, especialmente los tres jugadores de la Selección Francesa anteriormente citados, por expresar públicamente sus simpatías, o más bien sus antipatías políticas. Me ha llamado la atención, pero obviamente no me ha sorprendido, porque es justamente lo mismo que sucede en España. Músicos que dejamos de escuchar, incluso de asistir a sus conciertos, porque verbalizan la opción política que les representa, y no es la que nos representa a nosotros. Escritores que valoramos en función de sus afinidades políticas, y no por su producción literaria. Las novelas o los poemas no cuentan, lo verdaderamente importante es si son de izquierdas o de derechas. Pasa, mucho. Hasta nos cuesta celebrar algunos goles, según quien los marque. Actores y actrices que se convierten en enemigos, no los queremos ver en la pantalla, porque expresan libre y públicamente sus ideas políticas. Con toda la guarnición que suele acompañar a estas situaciones: incendio en las redes, perfiles falsos que se amparan en el anonimato para insultar y desacreditar, bulos y calumnias. Todos los días podemos escoger un ejemplo. Sucede con frecuencia. Con estos antecedentes, que no son ni exagerados ni inventados, yo me pregunto: ¿Quién puede hablar de política? O, más concretamente: ¿Quién puede decir en voz alta su opción política preferida? ¿Quién puede?
Parece ser que los personajes públicos, de cualquier ámbito, si quieren seguir viviendo de su profesión, si no quieren tener problemas, si no quieren recibir amenazas y ser insultados, lo mejor que pueden hacer por ellos mismos es permanecer calladitos, y no dar pistas sobre su orientación política. Aunque eso también se puede reprochar, ya que entenderemos el silencio como la tapadera de la mala respuesta que no queremos escuchar. Me llama la atención que muchos de los que se quejan de una supuesta falta de libertad, tanto de expresión como de comportamiento, suelen ser los primeros en reprochar y recriminar a aquellos que confiesan sus preferencias políticas. Aunque me temo que lo que les sucede a los personajes públicos es lo mismo que nos sucede al resto de mortales, con la diferencia de que sus espectros de influencia son muchos más amplios. Una pena, sí, que viviendo en una democracia no aceptemos las ideas del resto y que eso lo utilicemos para valorar a una persona, sin tener en cuenta su verdadera valía o talento. Todos deberíamos poder hablar de política, sexo o religión, por una simple cuestión de libertad personal. Ay, esa cosa.
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