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Con toda seguridad, no somos los mismos a lo largo de nuestras vidas. Cambiamos, mutamos, evolucionamos, involucionamos, nos contaminamos, crecemos y algo más, cualquiera sabe. Y puede que sea bueno que así suceda, sobre todo por una cuestión de entretenimiento íntimo. Ser siempre el mismo, debe ser muy aburrido. Hay quien dice, y repite, que en lo básico, en lo esencial, somos siempre la misma persona, que apenas cambiamos. Como mucho, nos amoldamos un poquito a las exigencias del guion. Según la película que nos toca vivir.
Pienso en Álvaro, que acaba de nacer, radiante, puro y luminoso. Un ser de luz. Seguramente ya viene con su carga de optimismo, timidez, atrevimiento, simpatía o inteligencia. Sus padres, su hermana y su familia le construirán el molde, su espacio en el mundo, y él terminará por encajarse. Lo miro ahora, en este presente, y trato de imaginarlo en el futuro. ¿Me valdrá la fotografía del ahora para reconocerlo en el mañana?
Yo no me reconozco en muchas imágenes de mi pasado. Tal vez me encuentro más en el niño que fui, cuando todavía no había comenzado la lija de la vida a cumplir con su cometido. Tengo claro que he construido mi identidad, en todos sus espectros posibles, en los años vividos. Soy una acumulación de secuencias, de las horas, de los meses y los años, de las personas con las que he convivido. Una obra en construcción, me gusta pensar que es así.
Me gusta pensar que contamos con esa capacidad, que tenemos la opción de autocompletarnos. Como si fuéramos uno de esos muebles que compramos en esa tienda nórdica donde tantas parejas discuten en la caja. Lo hacemos, eso sí, sin manual de instrucciones, y con frecuencia no nos llegan todas las piezas. O algunas vienen defectuosas. Encajan con dificultad. Con plano, con instrucciones, con mapa, puede que fuera más sencillo, pero también sería más repetido. Vidas clonadas, similares a otras. Resultados de una métrica tan compleja como disciplinada, que siempre se cumple.
Con respecto a la identidad, que no deja de ser nuestra propia marca, lo que somos y representamos, hay mucho que decir. Nos llaman la atención las identidades diferentes, singulares, únicas, puede que irrepetibles (en realidad todas lo son). Esa diferencia ejerce un gran poder de atracción sobre nosotros. Sin embargo, se valora a quien se mantiene dentro de la media, a quien posee una identidad que no fricciona con quienes le rodean. Resulta llamativo esta dicotomía, que es tal cual. Entre la comodidad y el atrevimiento. Entre destacar y mantenerse.
Son varias las identidades que hemos tenido que construir. Nuestra identidad social, nuestra identidad sexual, o política, o laboral, o íntima. Y cada cual con sus propias y significativas peculiaridades. Ninguna de ellas es fácil, si se pretende contar con una identidad propia. Si nos conformamos con la imitación, es muy fácil, claro, pero entiendo que no se puede ser feliz adoptando una identidad que no es propia. Sucede. Hay quien es como entiende que los que le rodean les gustaría que fuera. Es un trabalenguas explicarlo y debe ser todo un laberinto vivirlo.
En las últimas décadas hemos tenido que construir una nueva identidad, que venía en el lote de las tecnologías: la digital. Hay quien paga para tenerla, aseadita y pulcra, eso que llaman reputación digital. Como quien paga por tener seguidores en el Instagram. Los hay. En muchos casos, la identidad digital, que tan bien analiza Agustín Fernández Mallo en su ensayo La forma de la multitud, es una pura simulación, es una expresión virtual de nosotros mismos (y construida por nosotros mismos). Esos posados imposibles, esas reflexiones que no nos representan, esas vivencias no vividas, todo vale con tal de ofrecerse en el escaparate de las redes de manera supuestamente convincente y atractiva (y que en muchas ocasiones acaba siendo empalagosa).
No creo que me aleje mucho de la realidad si afirmo que somos un resumen o una compilación de nuestras diferentes identidades. Una media (no aritmética) de lo que ofrecemos, escondemos y somos. Porque puede que nuestra verdadera identidad, la auténtica, nunca la acabemos mostrando.
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