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Con la que tenemos encima, aquí estamos incendiando ciudades por el ingreso en prisión de un delincuente. Tratemos de imaginar las baladronadas de ese rapero zumbado, que incita al asesinato de personajes públicos, proferidas en cualquier país de oriente u occidente, democrático o dictatorial, desde China, Irán o Arabia Saudita a Rusia, la UE, Estados Unidos, Cuba o Venezuela. En pocos sitios considerarían la apología del crimen libertad de expresión y en otros, suerte tendría de ir sólo a la cárcel. Aquí es mecha para encender una revuelta social desde una vicepresidencia del gobierno.
Cuando uno se detiene a analizar las grandes revoluciones políticas de la historia encontramos en ellas un caldo de cultivo social que, si no siempre las justifican, sí al menos las explican; pero invariablemente suele haber una chispa que inicie la combustión del material inflamable como pudo ser la carne podrida del acorazado Potemkim. En lo que está ocurriendo ahora la carne infecta es el rapero Hasél y el caldo de cultivo toda una generación de adolescentes que ven en la globalización y en la democracia el desalentador fin del Futuro de forma similar a como, contrariamente, Fukuyama veía en la caída del Muro el esperanzado fin de la Historia.
La democracia española, en su desarrollo a lo largo de estos 44 años, ha dado lugar a una situación paradójica, si no manifiestamente contradictoria: un andamiaje garantista de los más sutiles derechos ciudadanos para construir un edificio incapaz de albergar las complejidades de la globalización. O sea, más o menos como en todas partes, porque ya sabemos que hoy una democracia desconcertada funciona más como un semáforo para regular los flujos de capital, mercancías y personas, que como un sistema organizado para la justa redistribución de la riqueza y el logro de un modelo estable de convivencia y bienestar. Así las cosas, la democracia encara dos perspectivas de futuro: o se perfecciona desde un tenaz fortalecimiento institucional y cotidiano o se destruye mediante un golpe de estado. Y aun cuando de ella no quede más que ese "andamiaje garantista" siempre será preferible la primera solución a la segunda. Porque es precisamente desde las reglas de ese formalismo democrático, por insuficiente que sea, como el Estado puede absorber en su propio seno, y con la sola defensa firme de la Ley, los brutales ataques que hoy se le están infligiendo. Esas reglas nos permiten que, a pesar de todo, sigamos viviendo todavía en un régimen de libertades único en nuestra historia, imperfecto, porque del Estado seguimos padeciendo abusos, y no tanto desde la institución en sí como desde las concretas fechorías de algunos de sus servidores. Pero justo es decir -de nuevo la paradoja- que poco a poco estos fraudulentos vicarios del mandato público van cayendo bajo la presión del propio Estado, comprobando alentadoramente que quien la hace la paga, y ahí está el desafecto electoral hacia quienes han abusado del mismo desde un sentido turbiamente patrimonial, o el desvelamiento gota a gota de los casos de corrupción, sin que ante la Justicia se libre nadie por el momento. Hemos visto, pues, que aun en esta democracia imperfecta, las leyes del Estado han protegido a los individuos de los atropellos del propio Estado. Pero ¿qué ocurre cuando es el individuo, en una forma de abuso inverso, el que desafía abiertamente al Estado sabiendo que sus propias leyes -empezando por la férrea libertad de expresión- le contienen como los barrotes a un león enjaulado? ¿No existe un poco de impúdica impunidad en desafiar, desde una fingida debilidad, a quienes sabemos que no pueden responder por mucha fuerza institucional que detenten? Por ejemplo, ¿cuánto tiempo ha aguantado el Estado las violentas provocaciones de unas minorías nacionalistas privilegiadas sabedoras de que su reacción iba a ser la del Derecho y no la del código de Hamurabi? ¿De qué mérito se pavonean "inocentes" raperos por querer matar a reyes, guardias civiles, policías y políticos sabiendo que a ninguno de ellos pueden responderles del mismo modo que provocan? ¿Desde qué ridícula fanfarronería unos matones parlamentarios pueden insultar sistemáticamente los sentimientos de una mayoría de españoles sabiéndose a resguardo en el burladero de su aforamiento?
En uno de sus mejores libros, Las tres Españas del 36, Paul Preston aludía a las dos fuerzas ideológicas extremas que causaron la guerra civil imponiéndose a la razón de la tercera. Pero la Historia siempre tiene una intrahistoria desde la cual, y además de las ideologías, puede verse la acción siniestra e indesmayable de un puñado de miserables que no han dudado en arrastrarnos al desastre utilizando una falsaria debilidad de víctimas para ejercer una impune brutalidad de verdugos.
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