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Desde que tengo perro, hará unos tres años y medio, he aprendido muchas cosas. Una, que es una verdadera pesadez y una atadura continua: no te puedes ir de viaje tranquilo sin antes dejarlo colocado o atendido; si te pasas de horarios y no lo bajas a su hora te puedes encontrar un fragante regalito en el salón; y ya nunca tendrás ropa y sofá libres de pelos. También que los niños –como humanos que son– prometen hacerse cargo de su cachorro y luego escurren la responsabilidad. A cambio, mi perro me da un cariño incondicional, como nos gustaría tener por parte de todos. Aunque hayas cometido un robo a mano armada, tu perro te recibe con alborozo (en su mente dirá: “aquí está el de la comida y la pelota”). La cantidad de endorfina que puede segregar tu cerebro al acariciar a tu perro puede ser mínima, sí, pero la suficiente para ir tirando o remontar una mala tarde. Gilber Keith Chesterton escribió una canción en su novela The Flying Inn en la que un perro, en primera persona, se compadece de lo poco que disfrutamos los humanos el sentido del olfato: “They haven’t got no noses” (“No tienen nariz”), se lamenta Quoddle, el perro de la novela. A veces veo a Indy, mi perro, y añoro esa condición de gozo presente, de continuo ahora en el que goza el olor del barro, el sabor de un mendrugo, el calor del dueño y del sofá.
Otra cosa que he aprendido recientemente gracias a Indy tiene que ver con la mierda de perro (perdón por la palabra, pero las alternativas son muy cursis). Por supuesto, recojo las deposiciones del perro cuando las deja en la acera, con mis bolsitas de colores cuquis adheridas a la correa. Detesto encontrarme mierda de perro en la acera, y mucho más pisarla. ¡Las barbaridades que llega uno a decir cuando esto pasa! ¡Qué mal pensamos de la humanidad! Pero cuando el perro hocica en un descampado con malas hierbas, sin asfaltar, que hay cerca de la acera, ahí uno no lo tiene tan claro. Si no se recogen no pasa nada, es tierra y se acaban deshaciendo y “todo el mundo lo hace”. Sí, pero me desagradaba ver los mojones de los perros ajenos y tener que esquivarlos al entrar con Indy. Un día empecé a recogerlos (los de Indy, no los ajenos) aun cuando nadie me hubiera mirado mal por lo contrario. Y vino a mí, como el rayo, el furor aforístico: “No seas la mierda que no quieres ver en el mundo”.
Recientemente, los terrícolas en general, y los sevillanos en particular, nos hemos visto sacudidos por noticias que nos han llenado de angustia. A escala global, los feroces ataques terroristas sobre ciudadanos civiles en Israel –también, y no es cosa menor, la degradación moral de quien los minimiza o justifica–; a escala local, la desaparición de un muchacho de dieciocho años y posterior hallazgo de su cadáver. Todos los que hemos tenido bebés nos hemos retorcido de horror con la noticia del asesinato por parte de Hamas de muchos bebés, y la decapitación de algunos. Y esos bebés nuestros ahora son adolescentes, que piden, se quejan, refunfuñan y ensucian (valga la redundancia; lo dicho: son adolescentes). Así que, cuando vimos la foto del chaval que desapareció en Santa Justa, Álvaro, se nos retorcieron aún más las entrañas. No sé ustedes, yo me tiré un buen rato abrazando a mis hijos, para fastidio de ellos, y les di la lata sobre no hacer tonterías, llamar a casa, acudir a la policía en caso de tener algún problema, etc. Nunca me había costado menos eso que llaman “empatía”. En los dos casos, el israelí y el sevillano. Con noticias así, uno se va al trabajo con una opresión en el pecho, la lágrima a punto, y medio quejándose a Dios por la fragilidad de nuestras vidas. “Rezo porque la necesidad de rezar nace de mí, incontenible” decía el personaje de C.S. Lewis en Tierras de penumbra, protagonizado por Anthony Hopkins, cuando conoce los avances del cáncer de su esposa. Rezamos porque nos acogemos a sagrado, como dice el título del último libro de poemas de Jesús Cotta. Porque ¿qué más podemos hacer?
Y, de pronto, pienso en mi perro. En el descampado y su tierra sucia. Y me digo: “No seas la mierda que no quieres ver en el mundo”. No alimentes el odio, sé gentil, abraza a tus hijos, ten paciencia. Haz mejor tu trabajo y con más amor. Lee buenos libros, ve a ver buenas películas, llama a ese amigo que hace tiempo que no ves (aunque antes ve a ver a tu abuela o a tu padre). Destierra el odio de tu corazón, en la medida de lo posible. De la medida de lo imposible ya se encarga Dios.
Todo esto pienso al sacar a mi perro a pasear.
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