La tribuna
Los muertos de diciembre
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Cuando va acabando un año, noticieros radiofónicos y televisivos y periódicos resumen lo acontecido y recuerdan a los personajes célebres que nos abandonaron en su transcurso, y no pocas veces, al ver a una actriz o un político o una presentadora de televisión que murieron a su comienzo, dudamos si en verdad estos personajes fallecieron en el año que termina o lo hicieron en el precedente. Los muertos de enero parecen tan lejanos cuando está acabando el año que es como si hubiesen fallecido el anterior, o en un pretérito algo indeterminado, ajenos a los días contados del que concluye, confundidos en ese vago anteayer del que forma parte cuanto nos queda muy atrás, en la densa e intemporal bruma que es el pasado. Sólo sus allegados sienten tan presentes sus ausencias que no podrán creer que todo un año haya transcurrido sin ellos. Los muertos de enero, del primer febrero, casi no tienen relación con el año que apenas transitaron, es como si nunca hubieran llegado a vivir en él, pese a que ya para siempre su número delimitará el recuerdo de sus vidas, cerrará el paréntesis de sus días. Y tal vez por esto hacen que a sus deudos se les esfume, parece que en verdad nunca hubiese empezado, ni les hubiera pasado entero. Cuando llega el día de las campanadas que pone fin a lo que casi no empezó les parece mentira que todo ese maldito año haya podido discurrir, y esté terminando. Los muertos de diciembre, en cambio, parecen morir dos veces: el día en que sus vidas acaban y la cercana hora en que comienza el nuevo año, cuya orilla casi lograron tocar, cuya llegada vislumbraron. Los muertos de diciembre se van cuando el jolgorio de las vísperas se adueña de jornadas y personas, y sus muertes se nos antojan una traición a deshora de la vida, un arrebatamiento subrepticio en medio de la zalagarda callejera que multiplica un dolor literalmente no multiplicable, por infinito, aunque por un extraño sinsentido o un misterioso juego de espejos nos resulte acrecido, como aumentado con una lente.
Quienes perdimos en diciembre a seres muy queridos, personas fundamentales en nuestra vida, revivimos todos los años esta irracional sensación. Con cada 1 de enero se inicia un nuevo año que ya no verán ninguno de los caídos en todos los días anteriores, y en todos los años previos, sí, pero paradójicamente quienes primero vienen a nuestro pensamiento al preparar las uvas, o al descorchar la botella de champán para brindar con los vivos, o al besarnos y abrazarnos para celebrarlo, son nuestros muertos de diciembre. Otro año más que no vas a conocer, se dice uno en silencio añorante, quizá mirando su retrato próximo, de soslayo. Otros trescientos sesenta y cinco días sin ti, al no poder brindar nunca más con quien tanto se brindó, sólo tomar tan callando la copa y apenas levantarla al aire y en solitario, sin que nadie perciba tan absurdo gesto. Y esa cantidad de días la rumiamos con sus numerosas sílabas, como intentando digerir la elástica largura de las jornadas aún por venir sin ellos, aunque luego, cuando han pasado, el tiempo acorte esa extensión, la vaya achicando a un ritmo acelerado. Y es curioso que uno no sienta esto, no tenga este inexplicable y como impensado pensamiento antes o siquiera simultáneamente con sus muertos de septiembre, o de marzo, o de cualquier otro mes que el paso del tiempo nos va poblando, en inexorable crucigrama, sino por los de diciembre, acaso también los de ya mediado noviembre, esos cuyas vidas se quedaron a un jeme de entrar en el nuevo año, a un paso de habitarlo.
Los muertos de diciembre mueren sólo una vez, como todos, aunque luego parezcan morir otra porque la vida, inmisericorde, los aparte cuando se está renovando, y que así lo haga es una injusticia y una sinrazón para quienes los quisimos, como en verdad pasa con los muertos en cualquier otro mes, porque toda muerte es un sinsentido y un dislate y un desperdicio para los que perviven. Pero quienes lo hacen en diciembre encarnan, más elocuente y acusadamente, la desazón de saber con certidumbre que el resto de nuestros días, de esos sucesivos años que comienzan cada 1 de enero, cuyas horas pasarán veloces sin apenas darnos cuenta, los tendremos que vivir sin sus presencias y sus figuras, con una dolencia crónica que nada cura y que, como otros sinsabores, enlentecerá a veces el avance de las manecillas en los relojes, una dolencia que va convirtiéndose poco a poco en latente, y con cada año nuevo se nos vuelve a hacer presente, y que las vísperas de lo por venir avivan.
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