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Se ha hablado muchísimo del Papa Francisco en estos días de fervor vaticanista, pero creo que no se ha señalado lo suficiente un aspecto de su vida que resulta esencial para entender su actitud vital y su forma de ejercer el papado. Y es que Francisco fue un hombre que había vivido un malentendido –o peor aún, una acusación injusta– que le obligó a sufrir un duro exilio moral en su época de provincial de los jesuitas en la Argentina. Y si el Papa Francisco sólo entendía la fe como una manifestación más de la infinita misericordia divina, eso fue así porque él mismo fue el primero en necesitar la misericordia divina para perdonarse a sí mismo.
Para entender esa obsesión del Papa por la misericordia, hay que adentrarse en esa etapa de su vida que algunos biógrafos denominan “la fase oscura”. Eso fue durante su exilio en Córdoba, entre los años 1990 y 1992, cuando el provincial argentino de los jesuitas Bergoglio tenía 52 años y fue enviado por sus superiores a una especie de exilio forzoso en una remota estancia jesuítica (la Estancia Carlos Paz). ¿Por qué sufrió este exilio el futuro papa Francisco? ¿De qué se le acusaba? ¿Cuál fue su culpa? Por lo que se sabe, ese exilio pudo deberse a una acusación de haber colaborado con la dictadura militar argentina en el caso de los jesuitas Yorio y Jalics, que fueron detenidos y torturados en la Escuela Mecánica de la Armada. Otra hipótesis atribuye el exilio en Córdoba a una oscura venganza interna por cuestiones jerárquicas, en la que Bergoglio fue acusado de ser un personaje peligroso por sus ideas avanzadas (una especie de loco, según decían sus enemigos).
El caso es que no sabemos la razón del exilio, pero el exilio ocurrió. Y fue un episodio muy doloroso para Bergoglio, un momento de grave crisis espiritual que lo dejó marcado para siempre. Ahora sabemos que los dos jesuitas que acusaron a Bergoglio de colaborar con la dictadura se desdijeron de sus acusaciones. Y años después, el investigador Aldo Duzdevich demostró que Bergoglio no había colaborado en modo alguno con la dictadura militar, sino que incluso había realizado gestiones secretas para liberar a detenidos o para esconderlos en lugar seguro. Pero esa acusación fue una dura prueba interior para Bergoglio. ¿Había hecho lo suficiente por los dos jesuitas y otros perseguidos? ¿Podría haber hecho más? ¿Y por qué otros fueron martirizados y él no? Bergoglio era inocente, sí, pero esa herida íntima provocó un enorme dolor en su alma. Los periodistas argentinos Cámara y Pfaffen, que escribieron un libro sobre esta etapa vital del papa Francisco (Aquel Francisco) llegaron incluso a hablar de su “noche oscura”. Pero Bergoglio, que colaboró con los dos periodistas, no estaba de acuerdo con esta definición: “Lo de noche oscura no lo usaría para mí –les dijo–; no es para tanto. La noche oscura es para los santos. Yo soy un pobre tipo. Fue un tiempo de purificación interior”.
De todos modos, aquellos años de exilio –o de purificación interior– fueron un periodo de infortunio para Jorge Bergoglio, aquel “pobre tipo”. Había sido acusado injustamente y había vivido una calumnia. Fuera lo que fuese lo ocurrido, se sintió injustamente maltratado. Bergoglio –que era un hombre orgulloso, y de ahí su fijación por la humildad– se sintió ofendido y humillado. Pero fue justamente en esa etapa cuando tuvo que vivir como un pobre párroco rural (en cierta forma, vivió lo mismo que el maravilloso cura rural de Bernanos). Y así, gracias a su nueva vida en esa especie de exilio, Bergoglio empezó a perdonar y a olvidar. Y luego, veintipico años más tarde, ocurrió lo que nadie imaginaba, sobre todo el propio Bergoglio: fue elegido Papa. Y si alguien se pregunta por qué abrazó una nueva identidad franciscana –el Papa Francisco–, hay que recordar todo lo que había vivido en esa “noche oscura” de 1990.
En cierta forma, podría decirse que el papa Francisco fue una especie de Lord Jim, un Lord Jim acosado por el peso de una acusación injusta. El Lord Jim de Conrad, tras un momentáneo instante de debilidad en un barco que se hundía, acabó exiliado en el lejano poblado fluvial de Patusan (en Borneo). Y por su parte, el jesuita Bergoglio, después de una acusación injusta que lo llevó a un duro exilio interior, acabó siendo nombrado –por una de esas caprichosas carambolas del destino– Primer Lord del Almirantazgo, o en términos eclesiásticos, Papa de Roma. Eso hizo de él un Papa distinto, un Papa que no encajaba en ningún estereotipo, un Papa incómodo y nada convencional que a veces nos desconcertaba con sus decisiones. Pero es que el Papa Francisco se pasó toda la vida buscando la misericordia y entregando la misericordia –esa hermosa acción de tender el corazón hacia los desdichados– porque él había tenido que sufrir la injusticia cruel de ser obligado a ser uno más de esos desdichados.
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