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Después de tantos estudios de mercados, análisis de riesgos y flujo de las inversiones; después de darle vueltas y vueltas a la cabeza, de buscar lo más original de lo original, eso que nadie ofrece; después de tantos pruebas fallidas, tantos ruinazos gordos y tanto dinero sepultado, resulta que el negocio entre los negocios, el gran negocio, no era otro que vender churros en paquetes de palomitas. Harina, agua, un toque de sal, algo de levadura, y buen aceite, limpio, para freír. Así de simple.
Hay milagros que requieren de escasa arquitectura, al igual que hay amores que se componen de piezas muy simples. Cuando vi la cola, lo reconozco, no me lo podía creer, jamás lo habría imaginado. Ni exagero ni miento. Siempre me ha llamado la atención la atracción que los churros (porras, jeringos, calentitos, ruedas) ejercen sobre quienes no los han degustado con anterioridad, especialmente más allá de nuestras fronteras.
Me quedé prendado de un reportaje que narraba el boom de los churros en China, que se los comían con queso fundido. Sí, con queso fundido. Nada de lo que extrañarse, seguro que nosotros también cometemos más de una alteración (y hasta aberración) con alguno de los muchos platos que hemos incorporado a nuestra cocina. Espero que no tantas como las que sufre nuestra querida paella cuando sale de nuestro país. Pero volvamos a los churros, a ese mágico negocio que solo unos elegidos supieron ver. Si te paras a pensarlo es bien sencillo. Es un producto que requiere de escasa elaboración. Punto a favor. Por lo tanto, requiere de escasa infraestructura, más allá de una freidora como está mandado. Punto a favor. El margen de ganancia, y aquí viene el gran meollo, es muy grande. ¿Cuánto cuesta un churro, hacerlo digo? Pero ya metido lo que cuesta el trabajo humano (del que lo fríe, lo sirve y hasta del que lo publicita) y demás detalles.
Yo eso sería incapaz de ajustarlo, soy sincero, pero sí puedo aportar lo que cuesta al consumidor. 2,50 euros es lo menos que se despacha, cuatro piezas. Y otros 2,50 es lo mínimo que se puede pedir de chocolate. No está mal la cosa. El sueño de los churreros y churreras de mi infancia.
Seguramente, no, con toda seguridad, la vida y sus días están repletos de oportunidades que no supimos ver, que pasaron a nuestro lado y ni tan siquiera olfateamos. Es así. A veces sucede. Como esa canción de dos acordes que acaba siendo, por no sé qué extraño motivo, todo un himno generacional o estacional. Como esa película que repite todos los tópicos habidos por haber pero que consigue entusiasmarnos. Como esa novela simple, incluso previsible, que cuenta con la habilidad de retenernos, e incluso secuestrarnos, para nuestra incomprensión. A veces sucede. Y también sucede en el mundo de los negocios, las ideas y las inversiones. Nos empeñamos en quebrarnos la cabeza en busca del unicornio, y puede que no exista, o que esté reencarnado en un pequeño, saltarín y común gorrión. ¿Está la suerte siempre detrás? Con toda probabilidad, la suerte tiene su influencia, y muy especialmente en algunos casos concretos, pero tampoco le adjudiquemos todo el mérito. La suerte ayuda, claro que sí, pero salvo en la Primitiva no es definitiva. Es necesario algo más, y hasta muchísimo más, para lograr el éxito, alcanzar el objetivo, o como queramos llamarlo.
De vuelta a los churros, la gran pregunta: ¿están buenos? Todos tendremos en nuestra memoria unos churros (así como otros sabores) que, por muy diferentes motivos, la mayoría de ellos emocionales, son incomparables. Por la dificultad, porque los asocias a personas y momentos, por lo que sea. Estos de los que les hablo son muy correctos, tirando a neutros, como una película Robert Zemeckis, que disgusta lo mismo que entusiasma. Eso también es una habilidad. Así como reconvertir una tradición, algo muy nuestro, de siempre, en un producto contemporáneo. No es poca cosa.
Visto el éxito, seguro que ya hay quien está rebuscando en el recetario más tradicional nuevos platos y sabores que reactualizar. No piense en las torrijas, que ya se le han adelantado. Las gachas, siguen libres. Tirando de memoria, por suerte o por casualidad, porque las buenas ideas son posesión de unos pocos, hay oportunidades que no sabemos ver. Y están ahí, como las trufas, escondidas en la montaña.
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