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Vuelvo a mi pueblo en la costa malagueña. Desde hace más de medio siglo su paisaje sufre la metástasis de campos de golf de inmaculado césped escocés, hoteles de lujo, puertos deportivos y urbanizaciones compuestas por un sinnúmero de chalés que son versión arquitectónica posmoderna de las mansiones nobiliarias y los castillos medievales.
Poco queda del lugar que me vio crecer. Ahora es un mutante hormonado con cantidades ingentes de dinero y con los sueños preñados de una ambición sin medida de propios y extraños, todos los que quieren seguir vendiendo los huevos de oro de esta gallina que ya da muestras de agotamiento.
Ahora mi pueblo es la Sodoma que se desvive por satisfacer los deseos –no importa lo inmorales que sean– de los más pudientes. Es la Gomorra del lujo, ese delirio del ego sustentado en la distorsión cognitiva que permite eliminar de nuestra cosmovisión la evidencia de que el planeta es limitado y de que, como cualquier sistema físico, estamos sujetos a la ineluctable dictadura de la finitud.
Paseo por las playas de este mi pueblo con el que me identifico en mi memoria de niño y adolescente. Lo examino físicamente como quien se reencuentra con el cuerpo de un antiguo amante y busca en él esas señas de identidad con las que se comprometió apasionadamente. Compruebo la verdad inapelable de los estragos de un clima que parece decidido a tomarse la revancha ante un progreso regido más por la estupidez que por la sabiduría. La mar, temporal tras temporal en invierno, vuelve iracunda para tomar lo que le pertenece. Lo he podido constatar personalmente, conforme me he ido haciendo viejo, en el plazo de los últimos años. He sido testigo de la mengua paulatina e inexorable de las franjas de arena de las playas y de la cantidad y volumen de las dunas costeras, vestigios últimos del paisaje autóctono, de las que aquí sólo quedan un par de sitios marginales tímidamente protegidos, cercados por las insaciables grúas de las constructoras, e insuficientemente cuidados por las acobardadas autoridades medioambientales. Con vergonzante ánimo oscilando entre la impotencia, la rabia y la resignación he visto verano tras verano el deterioro de los fondos marinos de mi Mediterráneo, otrora rebosantes de vida vegetal y peces de todos los tamaños y colores entre los que uno podía bucear contemplando las estrellas de mar que los decoraban y los moluscos que enjoyaban sus bajíos.
No espere escuchar el bañista plebeyo, el que suele hacer uso de su toalla para reposar sobre la playa, el calmante suspiro regular de las olas sin más sonidos que lo perturben, pues siempre habrá un chiringuito, rodeado de su correspondiente latifundio de hamacas y sombrillas pseudohawaianas, lo suficientemente cerca para que el pringoso son salsero que atronan sus altavoces le disturbe. Igualmente se le negará la dicha de contemplar el limpio horizonte de la mar. El agua también ha sido enajenada; sobre la superficie marina hallará y oirá toda la panoplia de vehículos acuáticos, desde motos hasta yates pasando por lanchas de todo tamaño y modelo, polucionando visual y sonoramente un entorno que, por sí mismo, debería ser el lugar ideal donde encontrar sosiego y disfrute sensual.
Pero la ajada gallina de los huevos de oro tiene que seguir produciendo para lograr lo imposible: llenar los toneles agujereados de los avariciosos. La transmutación teológica del dinero, completa gracias a la tecnología digital de nuestro siglo, le otorga el don de la ubicuidad. No ocupa lugar y está en todas partes, siendo él la medida de todas las cosas. Hay que seguir haciendo dinero por él mismo, porque no es finito, es decir, nunca es suficiente; en su condición de ente abstracto lo promete todo, lo conocido y deseado y lo que aún ignoramos que deseamos, pero que por la magia de su mera posesión sabremos que necesitamos. A las gentes que se mueven en el suelo estrecho de las condiciones concretas que les impone la precariedad les diremos que hay que seguir vendiéndolo todo porque hay que crear puestos de trabajo. Es la excusa irrefutable, el dogma de la economía neoclásica: el goteo hacia abajo impone el enriquecimiento desmedido de los de arriba para que los demás podamos pelearnos por las migajas. Se constatará con satisfacción que faltan camareros y personal en los hoteles y que los aviones no cesan de aterrizar para vomitar más y más turistas que vendrán a consumir, para lo cual habrá que extraer hasta la última gota de los recursos de este lugar, paradójicamente maldito a causa de su belleza.
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