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Septiembre tiene mucho de regreso, aunque no hayamos movido los pies de las baldosas de siempre. Septiembre marca el regreso de muchos otros regresos. Colegios, coleccionables, Liga. El regreso de la Segunda División (o como se llame ahora) al Arcángel. Vaya puntazo de partido se marcaron los nuestros, nunca mejor dicho. El regreso de los libros forrados. El regreso al trabajo, a la rutina, a los días contados y cantados. Hasta regresan Oasis, el dinero puede más que el odio, y los Caín y Abel del Britpop volverán a pisar juntos los escenarios, a pesar de todo y tanto. Regresos remunerados. Y no me olvido del regreso de Sonia y Selena.
Miramos agosto por el espejo retrovisor, que siempre nos dejará alguna de sus imágenes, gratas y cálidas en su mayoría. De paisajes, de monumentos, de encuentros, de emociones, de fiestas. Recordamos esa verbena a la que fuimos con olor a montadito de lomo y ponche enfriado en tinajas. Las diapositivas desfilan como un carrusel por nuestra memoria. La memoria, qué cosa. Tan libre como los sueños, selecciona y nos atiza con aquello que se le antoja. Si pudiéramos ordenar nuestra memoria no seríamos más felices, pero sí disfrutaríamos de un dulce engaño. El pasado es mucho más que los recuerdos.
Es el tiempo vencido, y en muchos casos es un anticipo de lo que vendrá. El pasado siempre vuelve, seguro que hay películas y novelas con esa afirmación que se nos cuela bajo las sábanas, y hasta bajo las uñas. Porque lo cierto es que estamos hechos de pasado, de lo que fuimos. Incluso de lo que fueron, nuestros abuelos, bisabuelos y todo lo que estuvo detrás y que en gran medida sigue estando dentro de nosotros. Somos carne de regresos. El otro día una amiga me contó que el médico le diagnosticó, para explicar su continua necesidad de comer, ADN Postguerra. Y no lo podría haber explicado mejor el doctor, esa hambre hereditaria e identitaria, que nos empuja a comer por encima de nuestras posibilidades, como si lleváramos tiempo sin hacerlo y como si tuviéramos dudas de seguir haciéndolo en el futuro.
Hablando de frases recurrentes, este verano se ha acuñado y extendido una que no comparto, o que no comparto en su versión/acepción global. Viajar está sobrevalorado es una afirmación creada por alguna mente moderna a la caza de unos minutos de gloria. Viajar es mucho más que subir en un tren o volar en avión. Viajar es mucho más que unos selfies delante de un monumento y postales compradas al peso. Viajar es una metáfora de nuestro paso por la vida. Viajar es regresar. Turismofobia, gentrificación y no sé cuántos vocablos se han inventado para explicar los aspectos negativos del turismo. En muchos lugares se ha convertido en un enemigo, como si se tratara de un mal al que combatir, y aniquilar. Olvidándonos que, con frecuencia, nosotros mismos, todos, acabamos siendo los turistas, los viajeros. Y nosotros mismos acabamos reservando un piso turístico (el gran monstruo), porque nos renta (como dicen mis hijos), porque es más cómodo o por lo que sea. Todos somos potenciales turistas, y todos deberíamos ser viajeros, en cualquiera de sus modalidades. Además, cada viaje implica un regreso. Volver. Un verbo que esconde muchas emociones, recuperaciones y encuentros.
Regresamos a lo de siempre, y que en gran medida no valoramos. Contar días, aunque sean aparentemente planos, no es poca cosa. Para quienes lo entendemos como un privilegio, casi como un regalo, valoramos ese pasear por el calendario, tachando fechas vividas. De nuevo septiembre, con todo, con tanto, con su peculiar decorado y sus frases hechas, que cada año repetimos. En nada están poniendo los abetos y los mantecados en los supermercados. Volverá a ocurrir, y nos volveremos a asombrar. Porque nuestro asombro, a pesar de lo que ya llevamos visto, es más inocente de lo que imaginamos. Regresamos, sí, que es mucho, porque supone tener un lugar, un espacio, una tribu, una familia o unos brazos que nos esperan. No es poco.
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