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No dejan de resultar paradójicas, en estos momentos poselectorales (también, obviamente, en otros), las cábalas de los analistas, políticos y contertulios, a la hora de interpretar el resultado de las urnas. Sobre todo, cuando lo que se pretende conocer es lo que el pueblo o los votantes han dicho a través de las mismas, como si algo esencialmente cualitativo fuese medible en términos cuantitativos, o los resultados electorales fuesen producto de un deseo unívoco. Pero la voluntad general es tan aleatoria en sus resultados, que no se deja atrapar en su compleja variedad y, por tanto, solo permite meras especulaciones sobre ella. En el fondo, ¿qué ha querido decir el pueblo soberano al darle mayoría al PP? ¿Qué al reforzar el voto del PSOE más de lo que se preveía? ¿Qué al no otorgarle más diputados a Vox o a Sumar?
El problema creo que reside en no reconocer que la voluntad general no deja de ser una abstracción, sobre todo cuando se forman coaliciones como la que hemos vivido en los últimos años, y que los motivos por los que el votante se inclina en una dirección u otra son tan variopintos como los tipos humanos que se acercan a las urnas. Desde luego lo que la experiencia prueba es que el voto personal (y la voluntad general está formada por el conjunto de ellos) no parece ser mayoritariamente producto de una meditada reflexión. ¿Cuántos están en disposición de poder o de querer hacerla? Aparecen, por ende, motivos de todo pelaje, que poco o nada tienen que ver con los programas (¿Quiénes los leen? ¿Qué partidos los cumplen?), ni con la situación real del país. Algunos, incluso, son ciertamente peregrinos.
Sin embargo, a efectos de resultados electorales todos valen lo mismo; todos suman o restan: los del juez, el maestro o el científico, en la misma medida que el del analfabeto, el de quien tiene problemas mentales o el de quien aspira a cargarse el sistema democrático. Y lo que resulta más paradójico: las reglas de juego exigen que se haya de simular o creer, con la fe del carbonero evidentemente, que el pueblo ha hablado con sabiduría y conocimiento. Por consiguiente, a pesar de lo arriba afirmado, hay que proceder a interpretar la voluntad popular.
Motivo para dar el voto a una u otra formación puede ser, simplemente, la apreciación que se forme el votante acerca de la presencia externa del candidato o candidata (díganme si no que pintan en las campañas tantos asesores de imagen); o un determinado eslogan, como casi todos falaces, insistentemente repetido por los medios y debidamente asimilado por el público (“Parar el fascismo”, “No pasarán”, “Para acabar con la corrupción”, “Seguimos progresando”…). Pero también una querencia o malquerencia con el representante o votante de una determinada formación, un “siempre voto lo mismo” o un “todos son iguales”. Me recuerda cuando, en la Revolución Francesa, los dibujos y pasquines obscenos relativos a la reina, el rey o el obispo de turno, servían para enaltecer a las masas y llevarlas a combatir el Antiguo Régimen.
¿Y cuántos son los que piensan en lo mejor para el conjunto de su país, en lo que tradicionalmente llamábamos el bien común? Venimos trabajando desde hace mucho tiempo en la fragmentación. Creo que pocos son capaces de superponer los intereses de España a los propios. Quizás, quiénes sean más proclives a lograrlo, aunque barriendo siempre para beneficio de su propia región/nacionalidad, casi nunca para España, son, precisamente, los nacionalistas y los nacionalistas-secesionistas. Saben de sobra la importancia que tiene condicionar en su propio favor la política del gobierno español.
Mas, en pura ortodoxia electoral, conviene olvidar estas realidades. En cualquier caso, ¡hay que ver cuánto dan de sí las especulaciones sobre el sentido de los votos! Al ser algo tan difuso, cierto es, se propician debates y discusiones sin término en las tertulias (No digamos ahora, en pleno mes vacacional, cuando las noticias escasean), al igual que es capaz de suscitarlos, en períodos pre o poselectorales, cualquier palabra, idea o frase que pronuncie uno o varios de los representantes de los partidos, no digamos ya sus líderes, a través de los medios de comunicación tradicionales o de las redes. Y esto, a pesar de su crónica insustancialidad, y de que la mayor parte de las veces pueda sospecharse anticipadamente lo que van a decir, o que su palabra no tenga sino un valor meramente coyuntural, es decir, lo que dura hasta la inmediata corrección, la siguiente comparecencia o el rechazo a la misma por parte del adversario político. Allí estarán dando vueltas y más vueltas los contertulios y comentaristas buscando su significado y alcance. Nunca tantas sesudas personas especularon sobre tan poca sustancia. Y, sin embargo, serán los partidos quienes a la postre interpreten a su manera y den el sentido a la voz del pueblo.
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