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Buscamos quedar bien, dar una buena imagen y no nos damos cuenta de que la postura arrogante y soberbia siempre cae mal. Puede que en algún momento o circunstancia podamos engañar, que aparentemos ser oro, pero al final, la falsedad da la cara. Las personas que sí caen bien, que siempre son bien recibidas y valoradas, son las sencillas, humildes, auténticas.
“La soberbia precede a la ruina; el orgullo, a la caída. Más vale ser sencillo entre pobres que repartir botín con soberbios”, dice el libro de los Proverbios. El mundo es viejo; los hombres, por influidos que estén por la sandez reinante, siempre conservan algo de lucidez para conectar con la verdad. Como hemos leído, la soberbia lleva a la ruina y, como ciega, lo hace sin que apenas nos demos cuenta.
Podemos creernos el centro del universo, que todo debe girar a nuestro alrededor, ser la medida de todo. Ahora, con la sobreprotección, todos los caprichos logrados, en muchas ocasiones, sin tener que compartir nada con los hermanos, sin otra referencia que la nuestra, con padres ausentes y complacientes, el caldo de cultivo de la necedad está asegurado. Además, los likes telemáticos nos sacan de la realidad.
“Muchos habrían sido sabios si no hubieran creído demasiado pronto que ya lo eran”, dice Séneca. El aislamiento en el que vivimos, la falta de objetividad, de saber mirar y escuchar, de aprender, de enriquecernos con el trato con los demás, con la naturaleza, con la lectura frecuente, nos empobrece. La falta de ascesis que nos lleva a satisfacer todas las apetencias, de un modo muy especial las sexuales mal vividas, consideradas como un juego, nos atonta. Incluso el esfuerzo por tener un cuerpo cien, en vez de enriquecernos, puede ser pura vanidad si nos quedamos en lo superficial: cuerpo sin alma es muerte segura.
Nos dice san Pablo en las lecturas de hoy: “Para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría”. Las debilidades, los fracasos, los reveses, tienen su función: sirven para hacernos humildes. Nos bajan del pedestal, del templete en el que nos habíamos subido. Nos devuelven al mundo de los mortales, a la realidad.
Basta una enfermedad para que nuestro castillo inflable se desvanezca. De hoy a mañana las buenas sensaciones, el sentirnos el rey del mundo, puede dar paso a vernos nada, basura. Un poco de fiebre, unas náuseas, un dolor de cabeza o de muelas, nos desinflan. Una mala mirada, una mala contestación de un hijo, un mal gesto del cónyuge, nos puede hundir. “Chocas con el carácter de aquel o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres moneda de cinco duros que a todos gusta. Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes -imperfecciones, defectos- de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías”, dice Camino.
Sigue diciendo san Pablo: “Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”. Esto es humildad: conocimiento propio, contar con la debilidad, andar en la verdad, saber que no somos dioses.
La figura del engreído resulta triste y ridícula. Repite constantemente frases como: “Porque yo…, porque a mí…, porque como yo digo…, porque yo estuve en…, porque mi moto…, porque mi padre…, porque yo una vez…”. A veces uno llega a pensar: ¿y no tendrá esta pobre criatura un amigo o una amiga que le diga al oído que esos aires son de un ridículo espantoso? Para ganar en humildad, que es el antídoto de la soberbia, hay varios caminos.
En al ámbito profesional es muy conveniente escuchar a los demás, de modo especial a los subordinados. Nuestra experiencia o autoridad se enriquecerá si tenemos en cuenta a los otros. También poner en práctica la colegialidad y la formación permanente.
Dentro de la familia, la comprensión, el valorar las opiniones del cónyuge, el escuchar a los hijos es imprescindible. No pasa nada por reconocer que nos hemos equivocado, por pedir perdón. Dedicar tiempo a los demás, escucharlos en profundidad, tener una actitud abierta, cercana. Contar con que los demás tampoco son perfectos.
En la vida espiritual, la soberbia es fatal y ridícula: véase a Satanás y sus compinches. Solo saben hacer el mal. Nos viene muy bien reconocernos criaturas, ponernos en nuestro sitio sin juzgar a Dios. Ponernos de rodillas ante el sagrario y en el sacramento del perdón. Así creceremos en sabiduría, descubriremos la grandeza de los hijos de Dios. Haremos el bien que nos hará buenos.
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