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La sociedad occidental descubrió el llamado Estado del bienestar, hoy convertido en uno de sus logros más alabados y dignos de preservar. Sin embargo, como en tantas otras cosas, para ello es preciso pagar un precio. Parece evidente que bienestar y protección han ido de la mano en este proceso. Pero asimismo la necesidad de su mantenimiento ha invadido todos los ámbitos de la vida social.
Existe una conciencia cada vez más extendida de que los adolescentes y los jóvenes por lo general están protegidos en exceso. El temor a la dificultad, la contrariedad, la renuncia a los deseos o el sacrificio, así como los efectos que la frustración pueda provocarles, aparentemente contrarios a su bienestar emocional y psicológico, ha llevado a los mayores a realizar un esfuerzo incesante por evitarlos, a pesar de su inevitable presencia, impidiendo con ello el desarrollo de capacidades indispensables para su desarrollo e, incluso, para su supervivencia. Propiciando, por tanto, la incapacidad de las jóvenes generaciones a la hora de afrontar situaciones difíciles, cuando vienen mal dadas, e impidiéndoles al mismo tiempo una adecuada y necesaria maduración. Y esta actitud tan extendida de hiperprotección no es sino un remedo de lo que sucede en la sociedad en general, donde toda forma de sacrificio es rechazada.
En las culturas antiguas la entrada en la mayoría de edad se hacía mediante un ritual previamente establecido, durante el cual al aspirante se le sometía a una serie de pruebas duras e, incluso, dolorosas, a fin de prepararle para la vida adulta, ya sin la protección directa de sus progenitores. En el fondo se trataba de culminar una preparación, que ya venía desde niño perfilándose, para la vida con mayúscula con sus inexorables frustraciones, enfermedades, limitaciones y dificultades.
Hoy nos protegemos, nos protegen, en ello andan los Estados, de peligros reales y supuestos, haciéndonos la vida cada vez más obsesiva y complicada, buscando proporcionar siempre más seguridad, y, quizá, una mayor dependencia de ellos. De tal manera, que todo aquello que se crea para facilitarla se convierte con frecuencia en una pesada carga. Los ejemplos son cada vez más abundantes en el día a día.
Últimamente, a cada parada en estación del tren, escuchamos una voz intensa en off, en español y en el inevitable inglés, previniéndonos acerca de una posible evacuación e indicando a la vez la conducta a seguir. A imitación de los aviones, donde ya existe desde hace bastante tiempo, el ferrocarril se suma también a esta cruzada protectora y preventiva que tan fuertemente ha arraigado en nuestras sociedades.
Leyes cada vez más molestas para la protección del medio ambiente, de nuestros datos personales (aunque nuestros nombres estén luego registrados en numerosos y poderosos big data), claves continuamente renovadas para poder ingresar en los correos propios o acceder a determinadas páginas web, uso de la nube en sustitución de los drivers, otrora tan utilizados, han venido para unirse a las tradicionales verjas de toda la vida, hoy automatizadas y también, cómo no, al abultadísimo llavero que ya portamos, a las cámaras de seguridad y a los exhaustivos registros de los aeropuertos para protegernos. Y no digamos nada de los repertorios de comidas y bebidas que no se pueden tomar ni beber según los casos, que inundan las publicaciones diarias con su poderoso atractivo para una sociedad obsesa por conservar la salud y una buena figura. O los reiterados consejos sobre los efectos del sol sobre la piel o los efectos del calor, sobre ejercicios para mantenerse en forma, evitar el cáncer o la artrosis, a veces contradictorios, según de dónde provengan.
Todo se confabula, en definitiva, para crear a nuestro alrededor una inexpugnable burbuja, que nunca resulta en realidad ser tal. Es como si no se quisiera madurar, permaneciendo en una interminable adolescencia. Se comprende el afán histórico del hombre, consciente en el fondo de su fragilidad, para asegurarse una vida sin sobresaltos. El problema es que estamos cada vez menos dispuestos a asumir riesgos, ignorando tal vez que el propio vivir es arriesgado, y que en la dificultad y lo no del todo controlado está una de nuestras mejores bazas para fortalecernos, tanto psíquica como físicamente, en el oficio de vivir.
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