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Tengo la impresión de que la mayoría de nosotros tenemos en el armario una camisa, un pantalón o una chaqueta que desde hace un tiempo no nos cierra y que conservamos con la ilusión y la esperanza de que nos la volveremos a poner de nuevo, en un futuro próximo. Yo, de hecho, he dado un paso más. Y en alguna ocasión me he comprado premeditadamente una camisa demasiado ajustada, tanto que los botones han tenido la tentación de salir volando cada vez que he tomado asiento, a modo de autoimposición para perder unos cuantos kilos. Pasado el tiempo, perdida toda la esperanza, sin dieta ni horas de gimnasio, algunas prendas las he regalado a quien pudiera utilizarlas, pero siempre he dejado algunas en el armario, convencido de mi capacidad para lograr el objetivo. El tiempo, los días y sus cosas, han convertido mi propósito en una renuncia (y hasta en una claudicación), excusándome en todo y algo más. Ante todo, la conciencia tranquila, faltaría más.
En los cambios de armario, ese proceso estacional por el que pasamos la mayoría, me suelo encontrar con esas prendas brújula, por cuanto marcan una dirección a tomar, que raramente he tomado. Y cuando me las encuentro, a pesar de conocer la respuesta, me las vuelvo a probar, ilusoriamente convencido de que sí me iban a quedar bien, que no voy a maltratar botones y cremalleras. Pero no. Con frecuencia he llegado a descubrir, para mi estupor, todo lo contrario, que más y más me he alejado del objetivo, que ni por asomo he tomado la dirección señalada por la brújula. Camisas que echo de menos, y que me gustaría volver a ponerme. A veces pienso que hasta podría soportar la estrechura. Aunque también pienso que hay otras camisas, que puedo utilizar.
También tengo la impresión de que en nuestras vidas tenemos otras muchas “camisas” que se nos han quedado pequeñas y que queremos recuperar. Relaciones que no supimos entender, regresar al gimnasio, dejar de fumar, comprender a nuestros hijos, no errar en esa primera respuesta que siempre nos llega cuando ya no sirve de nada, conciliar con nosotros mismos sin dejar de ser nosotros mismos, tatuajes que nunca nos haremos, ese pendiente que nunca llegamos a lucir, disfrutar de todo aquello que te gusta y que ocultas por el qué dirán, asumir nuestros propios errores con naturalidad, esconder la soberbia tras la exhibición, corresponder a los afectos como se merecen…
Tallas que hemos dejado que el tiempo y sus cosas alejen de nuestras vidas y que, sin embargo, y al mismo tiempo, añoramos, ansiamos, recuperar. Porque siempre quisimos que esa fuera nuestra talla, que formara parte de nosotros. Que nos acompañara. Pero al mismo tiempo dejamos de frecuentar esos espacios, esos lugares o esos hábitos porque había algo que no nos terminaba de encajar. Renunciamos a un global que nos gustaba, en el que nos sentíamos cómodos, por un simple detalle, por una percepción, por yo qué sé. Tal vez obsesionados con alcanzar la talla perfecta, ideal, ese Dorado que tal vez sea la utopía que cincelamos por muy diferentes motivos. Con frecuencia, sin una base sólida o lógica.
Ahora que se acercan unas elecciones, tal vez las más importantes de los últimos tiempos, esta metáfora de las tallas también nos sirve. Tal vez no existe la camisa que nos quede perfecta de hombros, de cuello, de mangas… Y es muy probable que hasta al pantalón que más nos gusta tengamos que recortarle un poco los bajos, porque nos queda un pelín largo. Con toda probabilidad, no encontraremos la talla perfecta, ideal, en una u otra opción política. Pero seguro que hay con la que nos sentimos mejor, a pesar de que el cuello es sin o con botones, y que las mangas no sobresalen dos dedos por la chaqueta, como manda el canon, pero eso lo suple que su tacto es agradable y el color muy bonito. Mejor siempre una talla con la que podamos movernos, que no nos haga rozaduras y que se acerque lo más posible a lo que demandamos, a lo que queremos ser.
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