Salvador Gutiérrez Solís

La vida en los balcones

La tribuna

La terraza en la que trabajo habitualmente ha adquirido una nueva dimensión, eléctrica a ratos, silenciosa la mayor parte del tiempo

La vida en los balcones
La vida en los balcones

26 de abril 2020 - 02:30

No soy nada original, lo reconozco. Lo han hecho mil veces con anterioridad, incluso celebridades muy conocidas, como son el caso de Paul Auster o Pedro Almodóvar. Cada mañana, cuando me asomo a la terraza, o al mediodía, o cuando atardece/amanece, tomo una fotografía del edificio que tengo enfrente. Lo conozco y conservo en todos los decorados posibles: envuelto en llamaradas velazqueñas cuando el Sol se retira; entre nubes, que parecen acariciarlo; bajo la lluvia, inalterable; entre las sombras de los días grises; difuminado en la niebla, devorado. Creo que solo me falta verlo y fotografiarlo nevado, pero me temo que para eso deberían estirar este confinamiento muchísimos meses más. Prefiero quedarme con las ganas, sinceramente, me basta con imaginarlo. Ya lo puedo ver, tan blanco, tan frío. En realidad, si me pongo a pensarlo, mi vida ha cambiado relativamente poco en este tiempo. Es un pensamiento ciertamente egoísta, aunque sincero. Estoy más acompañado, toda la familia reunida, y las cervezas del fin de semana las tomo en casa -son menos gustosas-.

Los escritores sabemos mucho de confinamientos, de estar encerrados, y de hecho sigo sin batir mi récord personal de estar sin salir de casa. Creo que estuve seis días encerrado, a base de teclas, anotaciones, café y latas de fabada hace un porrón de años, en la agonía del siglo XX. Obviamente, no es lo mismo hacerlo por voluntad propia a esto que estamos padeciendo. Pero no hablaré de ello, o sí, como vengo haciendo los últimos domingos, hablando del bicho sin nombrarlo. Asco de bicho. Esa habilidad, venga, hablemos de habilidad, es muy de escritores: contar lo de fuera desde dentro, tal y como hice durante esos seis días que permanecí encerrado, por acabar una novela.

Novelas y confinamiento. Celebramos el 23 de abril más extraño que recuerdo. Encerrados e hiperconectados al mismo tiempo. Qué tiempos. Tampoco es tan raro. Nunca había participado en tantos programas, tertulias y demás saraos como en esta edición, y sin salir de casa. Y la pantalla invitándome a estrenar el cortapelos, qué miedo. Hay una frase recurrente todos los 23 de abril: hoy los libros salen a la calle. Este año ha sucedido justamente lo contrario: gracias a los libros seguimos saliendo a la calle. Lo que más he echado en falta, lo reconozco, han sido las cervezas posteriores a las presentaciones y otros actos. El barullo, las risas, los codazos, los abrazos con esos amigos con los que coincido una vez al año. Volveremos a abrazarnos, al igual que volverán esas cervezas compartidas. Llegarán otros 23 de abril como siempre, con sus libros en las calles. Disfruto mucho todos los 23 de abril, me empeño en hacerlo, lo reconozco, y también he disfrutado el de este año. Tal vez haya sido un ensayo para ese nuevo tiempo al que nos tenemos que acostumbrar y que a mí, a priori, me resulta tan poco atractivo.

A pesar de todo, o precisamente por eso, he celebrado el Día del Libro todo lo que he podido, con guantes y mascarillas, mirando a la cámara del móvil o del ordenador, pero celebrándolo -a pesar de estos pelos-. Porque tengo muy claro algo: en un mundo sin libros, este tiempo todavía sería más duro, desapacible y hostil. Mientras recobramos nuestra vida, los libros nos entregan las suyas. Y sin pedirnos nada a cambio, o muy poco: concentración y tiempo.

Este tiempo que cuenta con una nueva medida, en las manecillas que marcan las salidas a los balcones, a las terrazas y a las azoteas. Este tiempo de nubes y fotografías, de nuevos saludos, de descubrir esos vecinos escondidos en las prisas, en la rutina. En mi barrio, como si todos los días fueran 31 de diciembre, hay cuartos antes de los aplausos de las ocho. Los anuncian con unas estruendosas bocinas, como si el árbitro pitara el inicio de esa final tan esperada. La terraza en la que trabajo habitualmente ha adquirido una nueva dimensión, eléctrica a ratos, silenciosa la mayor parte del tiempo, compartida apenas unos minutos. Yo me asomo y sigo viendo el edificio de enfrente, entre llamaradas o bajo la lluvia, mientras la vida, o lo que sea esto, continúa.

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