Manuel Bustos Rodríguez

La violencia que no cesa

La tribuna

7826943 2024-07-22
La violencia que no cesa

22 de julio 2024 - 03:07

Raro va siendo el día en que no nos despertamos con un asesinato truculento en el ámbito doméstico y de las relaciones de pareja. El contraste con la cantidad de esfuerzos institucionales que se realizan a todos los niveles para reducir su número es notable. Habrá sin duda sectores de la población a quienes siempre les parezcan insuficientes, pero es cierto que, en los últimos tiempos, se ha desplegado toda suerte de medios económicos, legales y culturales para frenar la terrible deriva. Por mucho que algunos insistan, la importante frecuencia de casos que se producen, la forma macabra en que estos se presentan, la alevosía al realizarlos no tiene parangón con los que tuvieron lugar en la época predemocrática española.

Por alcanzar a la vida más íntima y personal de los individuos, y a su misma base social, aunque nuestros oídos se hayan acostumbrado desgraciadamente a la cantinela, el asunto adquiere tintes de verdadero drama. Toca sin duda a las mujeres, pero cada vez son más los hombres y niños afectados. Va más allá del tema de género.

Los argumentos que se manejan habitualmente para explicar el fenómeno no suelen resultar convincentes, obedeciendo más a planteamientos ideológicos o eslóganes aprendidos que se superponen a la realidad. Recurrir al siempre socorrido concepto del machismo y el patriarcado, no sirve para comprender un tema tan complejo y menos para solucionarlo. ¿Cómo explicar que donde hay un vínculo de filiación innegable y los sentimientos de paternidad y maternidad, de afecto y amor suelen ser por naturaleza más fuertes, arraigue de forma tan visible el odio, la aversión y los instintos destructivos? Obviamente, la explicación no es nada fácil, ni yo mismo pretendo apurarla; pero sí que es posible advertir tendencias de fondo que ayudan a entender la proliferación de casos, su extensión a todo el arco familiar, su vinculación a la venganza y los celos, permitiendo la expansión de este violento fenómeno.

Más allá de los cambios culturales, en los últimos tiempos muy poderosos, se pueden observar desajustes sociales de calado que se sitúan casi siempre como telón de fondo de los sucesos que analizamos. El esfuerzo manifiesto de la cultura hoy dominante por ignorar, despreciar y hasta combatir la familia natural, la de toda la vida, presentándola como una manifestación más del amplio abanico de formas de convivencia y unión entre los humanos e, incluso, rechazándola, desborda las líneas rojas establecidas por la sabiduría y el sentido común de nuestros antepasados para proteger la unión familiar y asegurar su permanencia, procurando a la vez una generosa descendencia, hoy por los suelos.

La declaración oficiosa de la libertad genital, del derecho a la plena autonomía personal y la autorrealización, presionando de manera especial sobre la mujer, considerada como una víctima histórica, por encima de los indispensables vínculos familiares, colectivos y de compromiso con la sociedad futura, la de nuestros hijos y nietos, al igual que el carácter efímero de los emparejamientos y matrimonios, tienen un componente disgregador innegable, sometiendo a quienes están llamados a formar una familia estable a fuertes tensiones. Paradójicamente, muchos adalides de esta forma de vivir sin límites e individualista, sometida en el fondo a las modas e irresponsabilidades del Poder y de los medios, no tienen inconveniente en buscar para sus familias toda suerte de beneficios y atajos que las favorezcan, incluidas vías ilegales y dudosamente éticas.

Recordar el papel fundamental de la familia en la que hemos nacido y hemos madurado aún la mayoría de nosotros, proponerla como modelo social, apostar por todos los medios políticos, sociales y culturales posibles por la estabilidad de la pareja y de los cónyuges, valorar la vida doméstica y la procreación como fuertes pilares de la sociedad, así como el imprescindible lugar de la mujer en ella, es sin duda la línea más progresista de actuación que debiera guiar a nuestra Administración. Sin que se pueda considerar un remedio exclusivo para reducir el número y la hondura de las truculencias a que asistimos día a día, sí que nos parece indispensable para poder invertir los descarnados datos que nos llegan.

Otra cosa es que los Estados, no obstante haber reaccionado ya algunos a favor del cambio, pero insertos mayoritariamente en la dinámica propia de la cultura ambiente y de sus intereses políticos, vayan hoy por hoy a virar de rumbo. Es preferible fiarlo todo al gasto y al control, a una educación todavía más liberticida, que rectificar abierta y humildemente. Desde luego con las recetas actuales el problema no remitirá. Desgraciadamente, tendrá que ponerse la cosa aún peor para que, a lo mejor, en un día lejano, se lo planteen.

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