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Tener un hogar, una casa, unos metros, un techo, un suelo, cuatro paredes, en los que vivir, en los que tal vez crear tu familia. La mayoría de las personas no piden tanto, lo básico. Lo esencial. Lo que debería ser un derecho garantizado por la Constitución. Que en realidad está garantizado por la Constitución, pero como tantas otras promesas y garantías, no se cumple. Da igual quien gobierne, si el centro, la izquierda o la derecha, la vivienda sigue a su rollo, libre, no hay quien la controle.
Bueno, sí, hay quien la controla, la especulación. El dinero, los comisionistas, los prestamistas, los intermediarios, los mercaderes. Ningún gobierno se ha atrevido a gobernar (que para eso los votamos) la vivienda. Ninguno se ha atrevido a controlar el precio del suelo, en primer lugar; ninguno ha puesto un tope al metro construido; ninguno ha limitado las ganancias de las constructoras, bancos e inmobiliarias. Ninguno. La vivienda sigue siendo una jungla con sus propias leyes.
Y lo hemos aceptado. A pesar de que nos limite y coarte parte de nuestras vidas. Admitimos sus incomprensibles subidas, los desaforados precios de los alquileres, la imposibilidad de acceder a una vivienda nueva con absoluta naturalidad, con las manos atadas a la espalda. Lo aceptamos tal cual. Pasamos por el aro, tragamos, alimentamos a la bestia. Tal cual. Yo, el primero.
Contemplamos las fiestas del Turronero o cualquier otro personaje similar con una sonrisa, llegamos a decir que es una catetada, sí, pero en el fondo hay algo de admiración, de gracieta, de travesura. Y esa gracieta está pagada con nuestro dinero, sí, con nuestro dinero. La tragedia de la vivienda, porque es una auténtica tragedia, comienza con el precio del suelo. En muchos casos se sigue pactando en los reservados de los restaurantes. Se celebran los acuerdos con champán y tinto de seiscientos euros la botella. Eso va en la mordida, que se cuela en nuestras hipotecas.
Los comisionistas llegan a incrementar el precio final de nuestras viviendas hasta en un 10%. Esto supone, en la práctica, destinar entre dos y tres años de nuestras hipotecas (a 35 años) a pagar estas comisiones. Las cuentas de una indignidad. Así de sencillo. Trabajamos y pencamos muy duro durante varias docenas de meses para que alguien se meta en el bolsillo un buen taco tras un almuerzo copioso y caro, bien brindado. Aunque usted y yo lo estemos pagando, nunca nos invitarán a esos reservados, ni brindaremos con ese champán de seiscientos euros (y que no suelen distinguir del que vale cuatro euros).
La vivienda, sus entrañas, suele ser una jungla sin control. O tal vez me esté equivocando (como anteriormente indicaba), y está perfectamente controlada por la especulación, por los intereses de unos pocos, que perjudican a la mayoría. Que somos los que pagamos. Curioso, nosotros, los tiesos, que es así como nos llaman, somos los que le pagamos sus vidas de quilates a los que están instalados en el taco. Una fábula malvada que no hemos escrito, pero que nos toca leer y aprender, con nuestro sudor y dinero.
La pasada semana, miles de personas, especialmente jóvenes, son los más afectados, salieron a la calle a reclamar justicia, dignidad y, sobre todo, decencia. Qué poco se nombra esta palabra, qué poco se intenta. Decencia, dignidad, es lo que reclaman los jóvenes, a fin de cuentas. Tener un techo bajo el que vivir, qué menos. No pedían brindar en un reservado, ni estar instalados en el taco, solo poder desarrollar su proyecto vital. Lo justo. Ya es hora de pasar a la acción, de tomar medidas.
Todos los partidos políticos, con o sin capacidad de gobierno, los diferentes agentes sociales y la banca deben sentarse en una mesa y no levantarse de ella hasta que no ofrezcan una respuesta. Como sociedad merecemos y demandamos un gran pacto, un gran acuerdo nacional, que convierta de una vez a la vivienda en un derecho, y no en un espacio de especulación. Lo que es actualmente. Se lo merecen nuestros hijos, todos nosotros. Practiquemos la decencia y la dignidad, también la justicia, que buena falta nos hace.
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