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Dicen que hay dos tipos de personas, los que ven el vaso medio lleno y los que lo ven medio vacío. Los que sonríen en su cumpleaños y exclaman “un año más” y los que suspiran y exhalan: “un año menos”. Y es cierto que, a toda realidad, a toda circunstancia de nuestra vida cotidiana se le puede ver el ribete amargo, esa caída hacia la muerte y el olvido que tienen todas las cosas humanas, esa estructura de fuga musical, bella, sí, pero moribunda en su armonía. Con cada vaso de agua que bebemos podemos recordar los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. En cada copa de vino, un brindis de despedida. “Y no hallé cosa donde poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”, dijo Quevedo. Aunque no era la alegría de la huerta, ya saben que es veneración lo que tenemos en esta tribuna por Francisco de Quevedo.
Septiembre es un mes que sirve para clasificarnos, a nosotros mismos y a nuestros circundantes, en alguna de estas dos categorías. Por un lado, está claro que “septiembre es la tarde del año”, como dice un verso de Miguel d’Ors. Es imposible no verlo, no sentirlo en los huesos. El final del verano es tristón, agridulce como una despedida en un andén de Renfe. En las urbanizaciones de playa se vacían las piscinas, dejando un charco verdegrís con hojas secas. Hay una brisa que se agradece, después de semanas de calor y, sin embargo, da algo así como pena cuando nos echamos la primera rebequita, al ir a por un helado al atardecer. Todas las cosas cantan su final: los cierres de negocios playeros, los amigos que empiezan a postear fotos en las redes sociales desde la oficina (el cielo los confunda); pero, sobre todo, más que nada en el mundo, los anuncios de El Corte Inglés: esos niños de ojos azules –desde hace años, también negros y asiáticos– que miran muy serios a cámara con sus jerseys de pico, esas niñas de faldas de cuadros en los enormes carteles que penden de la fachada nos recuerdan: Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris: “Recuerda, hombre, que polvo eres y al polvo volverás”. (Anoten esta frase, la volveremos a recordar en Cuaresma). Atrás quedaron las largas tardes de tedio (bendito tedio) en el patio de la casa del pueblo, las siestas interminables, los viajes al extranjero a hacernos fotos y sufrir sobredosis del Síndrome de Stendhal; y ese maravilloso preguntarse “¿Hoy qué día de la semana es?”, la más lograda expresión de felicidad que existe. A todo le decimos adiós, como al paisaje cuando vamos en tren.
Pero el otro modo de verlo, el del vaso medio lleno, también está relacionado con la vuelta al cole de El Corte Inglés. ¿Recuerdan, amigos lectores, el olor a libros nuevos? Los estuches Staedler, modulares, que tenían varios niveles. Las gomas Milán Nata, que olían al Edén primigenio (les quitaron el olor más adelante, porque los niños chicos se las comían). Los juegos de compás, transportador y rotuladores de punta fina para el dibujo técnico. Las carpetas de anillas, dispuestas a que las forrásemos con fotos de Hombre G o Iron Maiden (cada uno según su tribu), de George Michael o Samantha Fox (cada uno según su preferencia). Las mochilas con correas que reforzaban la espalda, mucho antes de los armatostes con ruedas de ahora. Los chándals con rodilleras. Los subrayadores fluorescentes, que eran el culmen de lo luminoso y alegre, como sables láser de nuestros estuches. Los Bic Naranja escribe fino o Bic Cristal escribe normal. Con el Bic Cristal hacíamos cerbatanas para disparar papelitos a la oreja del compañero de delante, en las clases de Física y Química. En septiembre, pese al viento más frío y el tener que levantarse temprano, había como una ilusión colectiva, un comenzar de nuevo que se nos metía en el pecho. El mundo olía a libros nuevos, pues nuestra vida estaba comenzando.
Así que, amigo lector, podemos ver septiembre medio lleno o medio vacío. Como la recta final del año, o como el arranque del curso. A mí lo que me encanta es que en muy poco tiempo será Adviento, el tiempo de preparación para la Navidad, la espera del Mesías, que llegará en medio de zambombas, guitarras, botellas de anís, regalos de Reyes. Y, mientras, el otoño está lleno de abrigos y bufandas y gorras, y parecernos a Dickens en los selfies. Mi vaso medio lleno está lleno de tertulias en los bares del centro, y proyectos nuevos y libros viejos y amigos de siempre con los que uno se reencuentra y se cuenta el verano. Además, los vasos medio llenos están para bebérselos, sin dejar ni una gota. Como la vida.
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