Lunes Santo: penitentes

Pasión en Sepia

El grupo de anónimos encapuchados eran fieles agradecidos que daban testimonio y gracias de favores concedidos. Otra forma de testimoniar la fe en Semana Santa

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Mujeres penitentes en una procesión a finales de los años 40 del pasado siglo.
Mujeres penitentes en una procesión a finales de los años 40 del pasado siglo. / Ricardo / Fundación Cajasur

Cae poco a poco la tarde. No ha mucho todo era algarabía infantil en las calles. En María Auxiliadora, otrora en la Trinidad, todo ha sido júbilo, alegría y clamor. El Rey de Reyes, rodeado por palmas y olivos, ha entrado triunfal, una vez más, en la ciudad, dando así inicio a la Semana Mayor, en una jornada llena de luz, calor y vida. Una exaltación única de los sentidos.

Las horas pasan. El cielo pierde su color azul y toma el tono nacarado del ocaso, antes que la luz de paso a las tinieblas. Una suave brisa remueve el ambiente. La frescura hace que los aromas se acentúen un poco más. Huele a jardín, huele a dulces recién hechos, a leña quemada, a cocina añeja, tal vez huele también a la última “piconá”. Huele a primavera recién estrenada una vez más.

Las calles son un ir y venir de gentes cuando termina la tarde. El trasiego y movimiento de personas es grande. Durante los días previos, la prensa local ha publicado los recorridos de las cofradías. Las calles por donde estas pasarán dando testimonio, una vez más, de su fe y fervor. También la prensa ha anunciado las fechas, en las que los hermanos varones de cada corporación, podían pasar a recoger las túnicas a vestir en la Semana Santa. Hábitos de variados colores.

Desde el blanco hasta el negro, pasando por el morado, el verde, el rojo, e incluso el gris que lucían los hermanos de la Oración en el Huerto. Túnicas que han sido acicaladas y despaciosamente planchadas por las mujeres de la casa. Las pesadas planchas, calentadas con carbones encendidos, han cumplido con creces su cometido. Las arrugas y pliegues han desaparecido. Ha llegado el momento de ser vestidas.

Las calles están más vivas que nunca. Las gentes buscan los lugares más recoletos e íntimos para presenciar el paso de las cofradías. Se camina sin prisa, pero sin pausa. Los primeros nazarenos se dejan ver camino de los templos, allí donde son veneradas las imágenes a las que tienen devoción. Las túnicas de los hábitos están perfectamente ceñidas. Cíngulos trenzados por sedas, fajines o esparto, cumplen con creces su función. Los capirotes aparecen inhiestos mirando al cielo cuan esbeltos cipreses. Los nazarenos caminan silenciosos.

En algunos hogares las mujeres, a las que no se les permite vestir la túnica nazarena, se preparan para realizar su particular penitencia. El sutil y difuminado maquillaje, si es que lo hay, es retirado con agua y jabón. Sobre la cama están dispuestos bastos sayales morados de rústica tela. También algún capuz, para ocultar su rostro y no desvelar su privacidad. Los pies quedan descalzos y sienten el frío suelo al salir a las calles. También, como cuchillas, se hacen notar la dureza de los guijarros que empiedran el camino de la iglesia.

La cofradía inicia su caminar. Tras los batidores a caballo, ya sean de la policía municipal o de la guardia civil, camina en alto la cruz de guía. Tras ella toda la cofradía. Dos hileras luminosas caminan a la orden del tañar de campanitas. Nazarenos provistos de largas capas son los encargados de tocarlas, dando órdenes de caminar o parar.

El paso, retablo andante, se hace presente. Sobre él la imagen rememora algún pasaje de la Pasión. Una vez en la calle, el grupo, ya de anónimos encapuchados, se coloca tras él. Unos llevan pesadas cruces sobre sus hombros, otros arrastran pesadas cadenas que ciñen sus tobillos desnudos, otros van maniatados a la espalda en incomodas posturas, que entumecen sus brazos. Para el público, ese núcleo de personas no pasa desapercibidas. “Son los penitentes que cumplen promesa”, dicen.

Son fieles agradecidos que dan testimonio y gracias de favores concedidos. Una enfermedad curada, una colocación para trabajar, una desazón que les ha quebrantado el alma. Era otra forma de testimoniar la fe de un pueblo durante la Semana Santa. Hoy, con la inclusión de la mujer en la vida interna de las cofradías, así como la desacralización de la sociedad, estos penitentes han ido desapareciendo. Posiblemente, dentro de nada solo sean un recuerdo de tiempos pasados y pretéritos.

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