Molde de la estrecha vía
Jueves santo.El cielo luce de un azul intenso. Algunas nubes, semejantes a blancas borras de algodón, le dan un aspecto bicolor. El aroma a azahar y a primavera inunda las calles
La rica liturgia tridentina concluye el primer día del triduo sacro. Es el momento de adorar al Santísimo Sacramento del altar. Las gentes, al terminar los oficios, donde se ha revivido la institución de la eucaristía en la postrera cena, comienza un paseo itinerante para visitar los monumentos en honor a Cristo. Exornados, en ocasiones de forma exagerada, rivalizan en belleza y barroquismo, donde la flor y elementos olvidados en las vetustas sacristías de los templos sirven para configurar una ara efímera durante los días grandes de la Pasión.
El cielo luce de un azul intenso. Algunas nubes, semejantes a blancas borras de algodón, le dan un aspecto bicolor. El aroma a azahar y a primavera inunda las calles de una ciudad que añora su pasado. La calle Mayor de Santa Marina es un hervidero de gentes. La conclusión de los oficios en Santa Marina ha hecho que el castizo barrio cobre una inusual vida. Muchos caminan calle arriba. Tras visitar el monumento del convento del Colodro, prosiguen su caminar hasta el viejo convento carmelita de San José, donde Cristo va a volver a caer un año más bajo el peso del leño de la cruz.
En otro punto de la ciudad, y con el mismo aroma a la blanca flor del naranjo, el agua pone música, con su sonido alegre, el ambiente en la cervantina plaza del Potro. Los viejos muros del hospital de la Caridad vuelven a contemplar, un año más, la figura hercúlea del león de Judá que albergó en su interior, cuentan que donado por un mercader valenciano de nombre Juan Draper. Mientras tanto, su compungida madre sufre el dolor a los pies de la cepillada cruz que brota de un carmesí calvario de clavel. El cortejo se aleja al compás del tambor de la banda de guerra del Tercio Gran Capitán, Primero de la Legión, recordando su pasado e historia.
Mientras tanto, en el Marrubial la gente espera la salida del Cristo de Gracia desde el convento trinitario. Su grandiosidad y forma nos trasladan al México colonial. Allí, allende los mares vio la luz de manos de artesanos nativos, que emplearon la caña como materia prima para su ejecución. Su gran envergadura y sus amplios brazos parecen abrazar a los cordobeses que se congregan a su paso. Horas más tarde, ya madrugada del Viernes Santo, la plaza de Alpargate lo esperará, y la oración hecha saeta flamenca inundará el recinto hasta prácticamente el amanecer.
La noche va ganando el pulso a la tarde. La oscuridad vuelve un día más a dar tonos grises a la jornada. Lo que hasta hace un rato era luz, ahora se torna más sereno, invitando con ello al recogimiento. Desde la Piedra Escrita hasta la Reja de Don Gome la gente no para de ir y venir. La plaza de San Agustín no puede acoger más almas. Un año más, gran parte del pueblo de Córdoba acude a su cita con la Virgen de las Angustias. Legado artístico de uno de los hijos más preclaros de la ciudad. Juan de Mesa concibió la imagen de la madre del redentor, las últimas semanas de su vida, cuando sus pulmones, aquejados del mal que le llevó a la muerte, apenas podían tomar aire fresco a cada golpe de gubia. Testamento artístico de aquel que dijeron esculpió a Dios, y que no conforme aún con ello también decidió dar forma a su bendita madre.
El grupo escultórico de la Quinta Angustia de María, Madre de Dios, conquista una vez a Córdoba en su tradicional salida el Jueves Santo. Estampa dicen conmovió al mismo Federico García Lorca, extremo éste no verificado, pero de seguro, si ello es cierto, es lógico que el poeta granadino diese luz a su imaginación recitando aquellos versos de: "Molde de la estrecha vía..." .
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