Viernes de Dolores, pórtico de la Semana Santa
Pasión en Sepia
Todo es cuestión de un par de días para que, un año más, el pueblo sin distinción de clases conmemore el drama sacrosanto de la Pasión y Muerte del Señor
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La Cuaresma ha pasado día a día, poco a poco. Despacio, sin prisa, también sin pausa. Ha pasado sin que nos demos cuenta. Las jornadas han ido creciendo día a día, casi sin que nos demos cuenta. Las tardes se han ido haciendo más largas. Las sombras tardan cada día más en aparecer. La primavera está a punto de despuntar. La ciudad despierta tras un invierno oscuro y lúgubre.
Los niños gritan y juegan. Su algarabía contrasta con la sobriedad de un viernes de Cuaresma. Viernes de espinacas y pescado frito. Los mayores, mientras tanto, se preparan para los días santos que se avecinan. Es hora de guardar en arcones y armarios la ropa de abrigo, aunque no muy honda, y sacar otras prendas más acordes para los días que se avecinan.
Los patios, jardines, arriates y macetas también son pregoneros de lo que viene. Las clivias, con su tono color coral, se hacen presentes, junto a palmiras albas, jacintos purpuras y lirios morados, que nos traen los aromas de todas las primaveras y que añoramos el resto del año. Los naranjos se han plateado, tornándose blancos al ser iluminados por unas flores argénteas que desprenden un fragante perfume.
Los días de la Cuaresma han pasado. Pronto, muy pronto. Todo es cuestión de un par de días para que, un año más, el pueblo sin distinción de clases conmemore el drama sacrosanto de la Pasión y Muerte del Señor. Será entonces cuando Córdoba se convertirá, una vez más, en una Jerusalén en Occidente, como gustaba a San Álvaro.
Jesús entrará triunfante en la ciudad por San Lorenzo, sudará sangre orando en el Getsemaní de la Axerquía, será prendido en María Auxiliadora para luego ser sentenciado a muerte en San Nicolás por el cobarde prefecto.
Caminará cruz al hombro hacía el Calvario por las calles de la Medina y terminará expirando en San Pablo, derramando así con su sacrificio por las calles de Córdoba, Amor, Caridad, Gracia, y Misericordia, para una vez consumado el drama ser descendido del madero en el Campo de la Verdad, sepultado en la Compañía y triunfar sobre la muerte en Santa Marina.
Serán, un año más, los días del gozo. Los días de la exaltación de los sentidos en una fiesta que mantiene intacto su sentido religioso, a pesar de modas y desacralización de una sociedad cada vez más vacía de valores. Córdoba será testigo mudo del rito y del drama. Ya queda menos, ya se intuye en el horizonte.
Córdoba espera un año más. La recoleta y blanca plaza de Capuchinos es un hervidero de gente. Su intimidad y paz claustral cambia el último viernes de Cuaresma. El Cristo de los Faroles, presente todo el año, no acaba de morir en su pétreo altar rodeado de luces tenues y amarillas.
El gentío se congrega en torno a la casa servita de San Jacinto. Allí llorosa, desmayada y transida de dolor está Ella, la Madre de Córdoba. La Virgen de los Dolores. Desde su camarín, sus vidriados ojos ven pasar a la madre que le pide para que nada falte a sus hijos, a los que la salud les falta, los que no tienen un trabajo que les permita vivir con desahogo, las que sienten en su ser la violencia de su día a día, a la mocita que sufre por su primer amor, a los que visten de seda y oro…
Todos se postran ante Ella, musitan una oración, un ruego, dan las gracias por algún favor concedido. Es el fervor de unos hijos hacia su Madre. Una Madre que siempre está ahí, esperando esa suplica y también ese agradecimiento.
Es la tradición hecha a base de mucho fervor y devoción. El rostro doliente que tallase Juan Prieto es el reflejo del sentir de un pueblo. Un pueblo que se postra ante su Madre en una jornada que es el verdadero pórtico de una semana grande y esplendorosa.
Una semana en que Córdoba saldrá a las calles a conmemorar un drama que marcó a la humanidad y que, año tras año, es revivido por un pueblo que no quiere perder su identidad, ni tampoco sus tradiciones heredadas de generaciones que lo precedieron.
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