Jueves Santo: El imaginero

Pasión en sepia

El artista ha representado la Quinta Angustia de la Virgen de forma magistral. Su rostro contiene el dolor y muestra una interior y pausada resignación

La Virgen de las Angustias bajo su antiguo palio
La Virgen de las Angustias bajo su antiguo palio / Ricardo-Fundación Cajasur

Es un viernes frío. Noviembre está a punto de terminar. En la calle San Martín, de Sevilla, hay trasiego de gentes. Algunos toman el sol recostados sobre el frío suelo. Son gentes desheredadas de la fortuna. El cielo está plomizo, amenaza lluvia y el viento comienza a ser molesto. De una de las casas de la collación sale don Luis Álvarez, escribano público de la ciudad hispalense. Le acompaña uno de sus escribientes, el cual porta los enseres propios para la escritura.

En el interior de la casa ha quedado un hombre enfermo. En el pórtico de la muerte. Su enfermedad, de la que es consciente, le llevará en breves fechas, tal vez horas, a entregar su alma a Dios. A Dios, al que ha representado en innumerables ocasiones. A Dios, al que ha dado forma en húmedas pellas de barro, arrancado del cauce del viejo Betis. A Dios, al que ha sacado de trozos de cedro a golpe de gubia. A Dios, vivo, sufriente, portando los pecados de la humanidad y muerto en una triste cruz. A Dios, a ese mismo al que pide clemencia en el final de sus postreros días.

La fiebre acentúa su padecimiento. Su cuerpo está cansado. Muchos años han pasado desde que llegó de su Córdoba natal. Se marchó a Sevilla, centro del mundo de su época, se formó en el obrador de escultura más importante del Reino y aprendió el oficio con el que fue conocido en su tiempo como el Dios de la madera. Atrás quedaron lustros de trabajo. Sus imágenes realizadas para mayor gloria de Dios y de la iglesia. Ahora solo es un cuerpo enfermo, aunque sano de voluntad.

Así lo refleja el testamento que el escribiente de don Luis Álvarez porta en una carpeta hecha de piel de novillo. La última voluntad del artista, que ya siente el aliento de la muerte, ha quedado plasmada en aquellos pliegos de papel y que con débil pulso ha firmado y rubricado. Ha reconocido su fe y ha encomendado su alma a Dios, dejando todo dispuesto en cuanto a exequias y honras fúnebres. Luego instituye heredera universal de todos sus bienes a su esposa María Flores y dispone su legado de forma ecuánime según su juicio. No quiere morir sin dejar nada por acabar.

En su obrador hay trabajos pendientes. Un Cristo Resucitado para la marquesa de Ayamonte, unas figuras para el retablo mayor del convento de Santa Inés de Sevilla y su último legado para la ciudad que le vio nacer: “…declaro que estoy obligado de hazer una ymagen de nuestra señora de la soledad o angustias de la ciudad de córdoba para el padre maestro fray pedro de góngora, conventual en el convento de sant agustín de la dha ciudad la qual no le faltan tres días de trabajo y está hecho el concierto a tasación y e rrecibido quinientos reales por quenta”.

Ese mismo viernes, 26 de noviembre de 1627, el artista dejaba de existir. Meses después, el 18 de marzo de 1628, las sacras imágenes eran expuestas a la pública veneración de los fieles en el templo de San Agustín de la ciudad cordobesa. El conjunto impactó sobrecogedoramente a todos los que presenciaron el simulacro. El rostro presenta unos rasgos perfectos, rayanos en el clasicismo de las artes. Con ellos el artista ha representado la Quinta Angustia de la Virgen de forma magistral. Ha plasmado con la perfección de su arte el momento. Su rostro contiene el dolor y muestra una interior y pausada resignación. En su regazo su Hijo. El Varón de Dolores según la profecía de Isaías. Roto, desmadejado, sangriento e inerte. Su divinidad no se aprecia nada más que en el interior de sus formas. Todo es humano. Todo es dolor y muerte. Tres días dijo que le quedaban de trabajo. Tres jornadas que no se notan en la obra. Grupo escultórico que impactó a los fieles del Siglo de Oro y que aún hoy lo sigue haciendo, muy a pesar de esas tres jornadas que el maestro confesó en su testamento.

Juan de Mesa y Velasco dejó a Córdoba su obra postrera. Una obra que a día de hoy sigue conmoviendo cada Jueves Santo cuanto sale por las puertas de la que fue su sede canónica y recorre las calles de la ciudad. Porque la imagen tiene que llamar la devoción del pueblo, tiene que tener esa alma. Eso no se aprende en los tratados de escultura y artes clásicas. La unción sagrada de una obra escultórica no se aprende, no se dibuja, no se modela en frío barro a palillo, no se extrae del cedro o del pino a golpes de gubia, escofinas o raspines. Esa viene con el artista, al que seguramente le viene imbuida en sus manos creativas como algo divino. No todo escultor es imaginero, pero de seguro que el imaginero siempre es escultor.

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