Un año más sin pacto escolar
Lo que han demostrado los partidos políticos es que para ellos la educación no es un tema de Estado, sino de partido
Jaime Martínez Montero
Inspector de Educación
No. No hubo pacto escolar. ¿Por qué? Para responder a esta pregunta cabe también la contraria: ¿Y por qué debería haberlo? No quiero decir que no haya razones más que suficientes para que se hubiera dado, sino que ha ocurrido lo que ha venido sucediendo desde que ha habido leyes educativas en España. Nunca ha habido un pacto escolar. Ni gobernando las derechas ni haciéndolo las izquierdas, ni en la república ni en la monarquía parlamentaria. Se pone, como paradigma de acuerdos de interés general, los Pactos de la Moncloa. Ahí no estuvo la educación. Se consensuó hacer más escuelas e institutos, pero no sobre lo que debería ocurrir dentro. Jamás en España la educación se ha revestido de la importancia suficiente como para que los diversos partidos políticos y sus dirigentes hayan sentido la necesidad de ponerse de acuerdo.
Si descartamos la antigua monarquía y la dictadura de Franco, nos queda un período no muy amplio en el que las fuerzas políticas, libremente, han podido diseñar una política educativa a la que todos podían aportar sus planteamientos y en la que todos podrían llegar a grandes acuerdos de base. Pero nunca fue así. En la Segunda República las diferencias fueron abismales. La primera ley educativa promulgada por la UCD de Suárez fue torpedeada desde todos los ángulos. Después, los partidos en el poder esperaron a tener mayoría absoluta para promulgar las nuevas leyes: LODE, LOGSE, LOCE. La última ley, la LOE, la trae el gobierno de Zapatero y elimina a la anterior prácticamente antes de su entrada en vigor. El líder del Partido Popular, Rajoy, ya ha anunciado que cuando llegue al poder la derogará y habrá nueva ley general. ¿De qué pacto hablamos? Lo que hasta ahora nos han demostrado los partidos políticos es que la educación no es para ellos un tema de Estado, sino de partido, un elemento diferencial no sujeto a las reducciones a las que obligaría un acuerdo general. Se dice con cierta frecuencia que nuestros políticos no están a la altura de la sociedad. No estoy de acuerdo. Sí, están a la altura, y ese es el problema grave. La sociedad no ha tomado conciencia de la importancia del asunto, o si lo ha hecho no ha sabido expresarlo. En el Barómetro del CIS de Noviembre de 2010, tan sólo nueve personas de dos mil cuatrocientos sesenta y nueve encuestadas señalaron la educación como el primer problema del país. No, no es de los problemas que más acucian a los ciudadanos.
No hay un estado general de opinión, cristalizado en plataformas o en redes sociales, que urja ese pacto y las reformas que el mismo debería traer. Y los políticos no hacen nada para que cambie esa situación. El flujo de información sobre el funcionamiento real del sistema apenas llega a la sociedad, por lo que el primer elemento fundamental para el cambio de actitud no se da. No hay indicadores de la eficacia del sistema, de lo que cuesta cada título, de la calidad de la docencia, de la eficiencia de la administración, de la adecuación de la formación que se imparte a las necesidades actuales y futuras. Cuando se pasa una prueba (sea nacional o internacional) se producen resultados que indican que la situación es mala, pese a que la prueba se ocupe de aspectos que, sin ser superficiales, tampoco muestran un estado real de la situación. Sí apuntan cuestiones muy preocupantes.
El último PISA, por ejemplo y a mi juicio, ha puesto de manifiesto una situación alarmante y para cuya corrección haría falta la sinergia de todos los dirigentes: las grandes distancias en rendimientos entre unas comunidades autónomas y otras. Dicho de otra manera: que las oportunidades de formación dependen en buena medida del lugar de nacimiento. Es tan absurdo como si dependieran del apellido o del color de los ojos. Buena culpa del no pacto cabe atribuir también a la peculiar estructura educativa del estado autonómico, sin muchos precedentes fuera de España. El traspaso de las competencias educativas a las comunidades autónomas ha originado un movimiento centrífugo notable, mucho más acentuado en el caso de Euskadi y Cataluña. Los gobiernos de la nación han querido evitar esta deriva con unas leyes básicas y unos reglamentos de desarrollo bastante precisos y con escaso margen para la ambigüedad. El resultado es el que es: no sólo no hay voluntad de acuerdo, sino que la materia sobre la que cimentar el mismo es muy amplia y con muy diferente grado de concreción. Y todavía algo más. Cuando se negocia el pacto, lo que hay sobre la mesa no es sólo el interés general o unas medidas unitarias o comunes. Cada posición tiene que responder a los intereses territoriales de comunidades autónomas concretas, a las estrategias de mantenimiento del poder, a los pactos internos y a diferentes acuerdos de múltiples gobiernos. ¿Pacto escolar? Para ello nuestros políticos deberían ver en el sistema educativo una palanca de desarrollo, una herramienta eficaz para potenciar el capital humano del país y un medio potente de promoción social, y no, como hasta ahora parece, un inmenso avispero al que, cuando van a remover, no quieren llevar ninguna compañía.
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