Doce hombres en pantalla
Lumet, ahora reivindicado desde las series, llegó al cine adaptando la obra de TV.
Si hoy en día se habla de una nueva época dorada de la televisión, una vez que las series parecen haber triunfado clamorosamente entre los partidarios de las historias atractivas y los personajes complejos, se hace dentro de un paisaje audiovisual de lindes móviles y en constante transformación. Hace ya décadas Serge Daney apuntó que el cine y la televisión, como las viejas parejas, se habían acabado pareciendo, pero en nuestros días hipermediáticos no hay ya semejanza, sino pura y total imbricación, y lo que hoy está en la pantalla táctil de un móvil o vibrando en el lisérgico frontispicio de Youtube puede mañana inspirar un serial, una película en 3-D o una instalación de museo. Todo se entremezcla y se hibrida, pero, como comentaban Lipovetsky y Serroy, en el caótico mundo actual de la fabricación de imágenes sigue prevaleciendo el gesto de filmar tal y como lo enseñó el cine durante el siglo pasado.
Antes, con menos ventanas y con los umbrales más vigilados, el tránsito entre medios era menor, aunque no por ello menos influyente. En los primeros años dorados de la televisión, en la Norteamérica de los 50, la creatividad y la urgencia del directo -y el subsiguiente mayor campo para la experimentación- empezaron a pasarle factura a la industria del cine, que por entonces no sólo acusaba problemas internos y legales, también su miopía con respecto a los gustos del público joven y adulto. En este contexto, que curiosa y significativamente relacionaba a la TV con aspectos del vanguardista cine directo de EEUU, es donde hay que buscar a Reginald Rose, autor de la obra 12 angry men para la pequeña pantalla, y a su adaptador al cine, Sidney Lumet, quien firmaba con el trasvase su ópera prima en el medio tras años en televisión y una no pequeña experiencia en el off-Broadway. Desde que fuera emitida en directo en 1954 y dentro del espacio Studio One de la CBS, llamando la atención entre otros de Henry Fonda, quien la acabaría coproduciendo en cine junto al propio Rose -y protagonizando, al guardarse el papel del arquitecto librepensador-, 12 angry men siempre ha sido vista, casi en exclusividad, como un asunto de teatro y actores: en concreto de grandes intérpretes brillando en personajes pequeños, a la medida del hombre, donde late buena parte de los vicios y virtudes del ser humano.
El éxito obtenido por la película de Lumet desde su estreno certifican la operación en aquel contexto de crisis e incertidumbre -después del Oscar a Marty de Delbert Mann, Hollywood había dicho sí a las pequeñas historias del teledrama, más tiernas y reales y, claro, de presupuesto reducido y jugosos márgenes- en el que el cine vampirizó a la tele. Pero su asombrosa pervivencia en el tiempo después de que la obra de Rose fuera adaptada en múltiples ocasiones y en distintos medios nos habla, aún, de la historia mítica del cine en tanto objeto singular y posible, en cuya impureza cabían todas las artes, y en cuya práctica social -el celuloide proyectado en la gran pantalla ante la audiencia sedente y anhelante- el tamaño sí que importaba. Lumet siempre recalcó el costoso esfuerzo creativo que el director de fotografía Boris Kaufman y él tuvieron que acometer, pensando en una proyección cinematográfica, esta historia claustrofóbica que se desarrollaba en un único espacio y alrededor de doce cuerpos sudorosos y soliviantados. El camino ya había sido abierto por maestros como Renoir, Welles, Hitchcock o Mankiewicz, y se trataba de utilizar el cine para engrandecer a teatro y televisión, adaptar la plástica, la composición y la iluminación en la traducción de la misma materia, el tiempo que pasa, pero más simbólicamente: así 12 angry men empieza como una relajada pieza de teatro en la que el espectador fija su mirada en la zona que más le apetece para ir pasando a ser la escenificación de la tortura interna e invisible que nace en el seno de los personajes más obcecados en el error, sobre los que el objetivo se va fijando al tiempo que la lente les arrima el techo a las cabezas y las paredes a las sillas y el espectador se transforma en el principal testigo de una confesión plural. Nadie lo podía ver así en un teatro, ni en la urgente y pequeña pantalla, sin embargo el uno y la otra habitaban la cámara de Lumet y Kaufman.
Es cierto, como le gusta pensar a Godard, que una parte del cine, del invento del XIX, no pasó del XX. Pero las mutaciones conceptuales y tecnológicas no han traído sólo naufragio, también han enseñado lecciones, y no es muy difícil averiguar dónde se posa hoy en día, casi siempre, ese pájaro inquieto, el de la puesta en escena, que Lumet amaestraba tan bien y que es el único al que nos conviene escuchar cantar. Sí. En una TV que no es la del rosa ni el amarillo, pero tampoco la del cine destrozado, doblado, empequeñecido y maltratado. Los círculos, afortunadamente, se abren, cierran y vuelven a abrir, y así, hoy en día, podemos escuchar elogios para una serie, The Wire, por recordar a las grandes películas urbanas de Lumet; es decir, por dialogar con la memoria del cine y encarnar sus conceptos en el presente.
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