Finito de Córdoba y el suceso de Nimes
Historia Taurina
Esta temporada postpandemia nos dejará una página escrita en el libro de oro de la historia del toreo
Finito cambió el bochorno por la gloria, con un toreo clásico, puro y preñado de ortodoxia
La fiesta de toros es imprevisible. De ahí, que cuando menos se espera salta la chispa que prende la ilusión en el alma. A veces surge sin darnos cuenta, tanto que tardamos en reaccionar. Es uno de los atractivos de una fiesta única. Su liturgia, ancestral y atávica, permanece inalterada a pesar del paso del tiempo. El toreo es un ceremonial que parece anclado en el tiempo, pero que con muy poco, a veces simples detalles, lo hacen vigente y atemporal.
El toreo es una disciplina llena de contrastes. Repleto de polos equidistantes y opuestos. La vida o la muerte. El sol o la sombra. La épica o la tragedia. El aplauso o la bronca. El triunfo o el fracaso. Siempre fue así y, así deberá de seguir siendo. El día que no lo sea la fiesta estará herida de muerte. Por esto, el aficionado o el ocasional espectador que siente atracción por este atávico ceremonial deben de velar por mantener sus valores y, con ello, toda su grandeza.
Corren malos tiempos para la fiesta. Atacada desde fuera y también carcomida desde dentro. Su grandeza la mantiene en pie, pero es ahora cuando hay que revitalizarla más que nunca. Los ataques externos, bien subvencionados y organizados, poco la están erosionando. Mucho ruido y pocas nueces. Sin embargo lo que ocurre en las entrañas de la fiesta si es muy perjudicial. El toreo está manejado por un sistema que poco vela por él. En ocasiones da la sensación que busca rascar las últimas monedas que puedan generarse de un espectáculo único. La falta de escrúpulos de algunos es notoria. Pese a unos y a otros la fiesta sigue en píe y, el secreto no es otro de que aún y, a pesar de los pesares, es capaz de emocionar a todos la que la siguen.
Un hecho marcará la temporada. Esta temporada postpandemia nos dejará una página escrita en el libro de oro de la historia del toreo. Una página bella, hermosa, única, irrepetible. Muchos fueron los factores que se aunaron en el coliseo romano de Nimes para ser escenario de tal vez una de las faenas más rotundas de esta campaña donde la tauromaquia vuelve, una vez más, tras un doloroso tiempo de ninguneo y ostracismo.
Y tuvo que ser un torero, al que muchos daban por amortizado y caduco, el que con un toreo clásico, puro, preñado de estética y ortodoxia, tornó las lanzas en cañas. El que cambió el bochorno por la gloria. Un torero que celebra esta temporada su 30 aniversario como matador de toros, un espada que se llama Juan Serrano, y que se apoda, para mayor gloria de la tierra de los Califas, Finito de Córdoba.
Hay quien censurará estás líneas. Las acusaran de parciales y localistas, pero no hay más ciego que el que no quiere ver. Lo realizado por Finito de Córdoba la pasada feria de Nimes es algo irrepetible. Una faena redonda, donde la belleza no fue lo único que brotó de la escarlata franela, allí hubo mucho más.
Hubo dominio, poder, valor y sobre todo verdad. El toreo de toda la vida. El toreo de la caricia, el toreo de la brisa imperceptible, el toreo del mando con guante de seda. El toreo de delante hacia atrás y rematado por debajo de la pala del pitón. El toreo, que a pesar del tiempo, siempre permanece en el recuerdo. El toreo como el rumor del agua de un arroyo que nos trae la frescura a pesar de los años. El toreo que perdura y no se marchita como flor cortada, bella pero efímera. El suceso de Nimes fue mucho más de lo que se puede pensar.
El mérito fue cambiar la bronca por la gloria: de ahí el mérito. Pasar de un polo a otro en apenas cuarenta minutos solo está al alcance de los elegidos. Finito de Córdoba demostró que, a pesar de los años, sigue teniendo el don de los privilegiados. Anduvo firme con su primero. Un toro que tuvo mucho que torear. Un animal tardo, que tenía una primera arrancada feroz y brutal, pero que el torero paisano fue moldeando, como el alfarero al barro, para realizar una faena de mérito. Lástima la espada. El acero nunca fue su fuerte.
El animal no se prestó. El torero no lo vio claro y el bochorno de los tres avisos se vivió una vez más, y las que se vivirán, en una plaza de toros. Si no que le pregunten allá donde estén al Gallo o a Cagancho.
Salió el cuarto. Un animal bravo. El torero fue capaz de revertir todo. Aún así el público tardó en reaccionar. El francés penaliza un horror el fallo a aceros. Cuando menos se esperaba, como siempre, fue surgió la rotundidad de una labor impoluta y bella. Justa, medida.
El tiempo parecía no querer pasar y, si el preludio, así como el nudo de la obra, fue rotundo, el epílogo fue apoteósico. ¡Qué manera de torear por bajo! Solo falto que un alfarero ilustre, como lo fue Benlliure, lo trasladara al barro inmortal. Esta vez la espada viajo certera, pero no rotunda. El descabello, suerte de matarifes, se llevó la casquería, pero el toreo de verdad, el que emociona y mueve a la gente con sensibilidad, quedó allí en las arenas del coliseo nimeño. Los que aunque viéndolo no lo han comprendido, se lo perderán.
Tal vez los años y el tiempo les reconduzca el sabor amargo de las fobias, esas que nublan el conocimiento y son incapaces de reconocer la verdad. Finito de Córdoba, con la madurez de los años, volvió a ilusionar con el toreo que en su día enamoró y sedujo a toda una afición, difícil y caprichosa, como ella sola, pero que se rindió ante una evidencia que parece no marchitarse por el momento.
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